agosto 24, 2006

SOBRE LOS ONCE MESES; CIORAN "JUSTIFICA" MI IRA...

Sobre la enfermedad

Cualesquiera que sean sus méritos, un hombre saludable decepciona siempre. Imposible acordarle crédito a sus dichos, imposible ver en ellos más que pretextos o acrobacias. No posee la experiencia de lo terrible que es la única que le confiere un cierto espesor a nuestros actos; y tampoco posee la imaginación de la desgracia sin la cual nadie podría comunicarse con esos seres separados que son los enfermos. También es cierto que si la poseyera, dejaría de ser saludable. No teniendo nada que transmitir, neutro hasta la abdicación, se hunde en la salud, estado de perfección insignificante, de impermeabilidad a la muerte y a todo lo demás, de falta de atención hacia sí mismo y hacia el mundo. Mientras sea un hombre sano se parecerá a los objetos; en cuanto deje de estarlo, se abrirá a todo y todo lo sabrá: omnisciencia del temor.

Carne que se emancipa, que se rebela y no quiere ya servir, la enfermedad es la apostasía de los órganos; cada uno quiere ser caballero único, cada uno, brusca o gradualmente, deja de representar su papel, de colaborar con los otros órganos, y se lanza a la aventura y al capricho. Para que la conciencia alcance una cierta intensidad, es necesario que el organismo sufra y que incluso se disgregue: la conciencia, en sus principios, es conciencia de los órganos. Sanos, los ignoramos; es la enfermedad quien los revela, nos hace comprender su importancia y su fragilidad y nuestra dependencia. La insistencia de la enfermedad en recordarnos la realidad de los órganos tiene algo de inexorable; de nada nos sirve intentar olvidarlos, ella no lo permite; esa imposibilidad del olvido, donde se expresa el drama de tener un cuerpo, llena el espacio de nuestras vigilias. Durante el sueño, participamos del anonimato universal, somos todos los seres; en cuanto el dolor nos despierta y sacude, ya sólo somos nosotros mismos, a solas con nuestro mal, con los mil pensamientos que suscita en nosotros y contra nosotros. «¡Ay de esta carne dependiente del alma y ay de esta alma dependiente de la carne!»‑ es en mitad de ciertas noches cuando comprendemos todo el alcance de estas palabras del Evangelio según Santo Tomás. La carne boicotea al alma, el alma boicotea a la carne; funestas ambas, son incapaces de cohabitar, de elaborar en común una mentira saludable, una ficción de envergadura.

Mientras más se agudiza la conciencia merced a nuestros malestares, más libres deberíamos sentirnos. Pero no ocurre así. A medida que nuestros achaques se acumulan, caemos en manos de nuestro cuerpo cuyos arrebatos equivalen a otras tantas treguas. Es él quien nos dirige y gobierna, quien dicta nuestros humores; nos vigila, nos espía, es nuestro tutor; y, mientras que nos plegamos a su voluntad y sufrimos una esclavitud casi humillante, comprendemos por qué, saludables, nos repugna la idea de fatalidad: es que entonces apenas si percibimos la existencia de nuestro cuerpo. Sanos, los órganos son discretos; enfermos, impacientes por hacerse notar, entran en competencia para ver cuál de ellos llama mejor nuestra atención. El que gana conserva su ventaja esmerándose; termina por fatigarse en su empeño, y otro órgano más emprendedor y vigoroso viene a relevarlo. Lo enojoso es estar obligado a ser el objeto y el testigo de esa rivalidad.

Como todo factor de desequilibrio, la enfermedad desentumece, fustiga y aporta un elemento de tensión y de conflicto. La vida es una rebelión en el seno de lo inorgánico, un vuelo trágico de lo inerte, la vida es materia animada y, hay que decirlo, arruinada por el dolor. A tanta agitación, a tanto dinamismo y ajetreo sólo escapamos aspirando al reposo de lo inorgánico, a la paz en el seno de los elementos. La voluntad de retornar a la materia constituye el fondo del deseo de morir. Por el contrario, tener miedo a la muerte es temer ese regreso, es huir del silencio y del equilibrio de lo inerte, del equilibrio sobre todo. Nada más natural: se trata de una reacción de la vida, y todo lo que participa de la vida es, textual y figurativamente, desequilibrado.

Cada uno de nosotros es el producto de sus males pasados y, si es ansioso, de sus males futuros. A la enfermedad vaga, indeterminada de ser hombre, se agregan otras, múltiples y precisas, que surgen para anunciarnos que la vida es un estado de inseguridad absoluta, que es provisoria por esencia, que representa un modo de existencia accidental. Pero si la vida es un accidente, el individuo es el accidente de un accidente.

No hay curación, o mejor dicho, todas las enfermedades de las que hemos «sanado» están en nosotros y no nos abandonan jamás. Incurables o no, están ahí para impedir que el dolor no se convierta en una sensación difusa: ellas le dan consistencia, lo organizan, lo reglamentan... Se les ha llamado «ideas fijas» de los órganos. Y hacen pensar, en efecto, en órganos obsesionados, incapaces de sustraerse a la obsesión, entregados a trastornos orientados, previsibles, sujetos a una pesadilla metódica, tan monótona como una obsesión.

Así es el automatismo de la enfermedad que no puede concebir nada fuera de sí misma. Enriquecedora en sus principios, se repite después forzosamente, sin por ello transformarse, como el tedio, en símbolo de invariabilidad y de esterilidad. Todavía hay que agregar, que a partir de un cierto momento, ya no le aporta nada al que sufre salvo la confirmación cotidiana de la imposibilidad en que se encuentra de no sufrir.

Mientras uno está sano, no existe. Es decir: uno no sabe que existe. El enfermo suspira por el vacío de la salud, por la ignorancia del ser: está exasperado por saber que tiene todo el universo y no puede formar parte de él, perderse en él. Su ideal sería olvidarlo todo, y, descargado de su pasado, despertarse un buen día desnudo ante el futuro: «No puedo emprender ya nada a partir de mí mismo; preferible estallar o disolverme a continuar así», se dice. El enfermo envidia, desprecia o detesta al resto de los mortales, a los saludables en primer término. El dolor añejo, lejos de purificar, hace salir todo lo malo que tiene un ser, tanto física como moralmente. Regla de conducta: desconfiar de los que sufren, cuidarse de quien haya pasado largo tiempo en cama. El deseo secreto del enfermo es que todo el mundo esté enfermo, y el del agonizante, que todos agonicen. Lo que en nuestros dolores deseamos es que los demás sean tan desgraciados como nosotros: no más, sólo igual. Pues no hay que equivocarse: la única igualdad que nos importa, la única también para la cual estamos capacitados, es la igualdad del infierno.

Se puede desposeer al hombre, se le puede quitar todo, de una u otra forma se las arreglará. Sólo una cosa no hay que tocar, pues si se le priva de ella estará perdido sin remisión: la facultad, mejor dicho, la voluptuosidad de quejarse. Si se ve privado de ella, no obtendrá ningún placer de sus males ni tendrá interés en ellos. Le sientan bien mientras puede comentarlos y exponerlos, mientras puede relatarlos a su prójimo para castigarle por hallarse exento de ellos. Y cuando se queja da a entender: «Espera un poco, tu turno llegará, no escaparás». Todos los enfermos son unos sádicos; pero su sadismo es adquirido; esa es su única excusa.

Ceder, en medio de nuestros males, a la tentación de creer que no nos ha servido de nada, que sin ellos estaríamos infinitamente más avanzados, es olvidar el doble aspecto de la enfermedad: aniquilación y revelación; nos quita y destruye nuestras apariencias para mejor abrirnos a nuestra realidad última, y, a veces, a lo invisible. Por otra parte, no podríamos negar que cada enfermo es, a su manera, un tramposo. Si tanto y tan minuciosamente se ocupa de sus enfermedades, es para no pensar en la muerte; la escamotea curándose. Sólo la miran de frente aquellos que, raros en verdad, han comprendido los «inconvenientes de la salud» y desdeñan tomar medidas para conservarla o reconquistarla. Se dejan morir dulcemente, al contrario de aquellos que se agitan y se afanan y creen escapar a la muerte porque no tienen el tiempo de sucumbir.

En el equilibrio de nuestras facultades, nos es imposible percibir otros mundos; al menor desorden, nos elevamos sobre ellos y los sentimos. Es como si, en realidad, una fisura se hubiera operado a través de la cual entreviéramos un modo de existencia en la antípoda del nuestro. A esta abertura, objetivamente improbable, dudamos, no obstante, en reducirla a un accidente de nuestro espíritu. Todo lo que percibimos tiene un valor de realidad a partir del momento en que el objeto percibido, aunque sea imaginario, se incorpora a nuestra vida. Los ángeles existen para aquello que no puede dejar de pensar en ellos. Pero cuando los ve, cuando se figura que lo visitan, ¡qué revolución en todo su ser, qué crisis! Nunca un hombre sano podrá sentir su presencia, ni hacerse de ellos una idea exacta, imaginarlos sería perderse; verlos, tocarlos, es ya estar perdido. En ciertas tribus se dice de los que son presa de convulsiones: «Tiene a los dioses». ‑«Tienes a los ángeles», debería decirse de aquel que se encuentra roído por secretos terrores.

Estar entregado a los ángeles o a los dioses, pasa; lo peor es creerse, durante largos períodos, el hombre más normal del mundo, exento de las taras que afligen a los demás, ajeno a las consecuencias de la caída, inaccesible a la maldición, un hombre sano en todos los aspectos, dominado a cada momento por la impresión de hallarse perdido entre una caterva de maniáticos y de apestados. ¿Cómo curarse de la obsesión de la absoluta «normalidad», cómo hacer para ser un salvador o un caído cualquiera? La nulidad, la abyección, lo que sea antes que esa perfección maléfica.

Si el hombre pudo apartarse de los animales, fue sin duda porque era más receptivo y estaba más expuesto a las enfermedades. Y si ha conseguido mantenerse en su estado actual, es porque ellas no han dejado de ayudarlo; lo rodean y se multiplican para que no se crea ni solo ni desheredado; vigilan para que prospere, para que en ningún momento tenga el sentimiento de no estar abastecido de tribulaciones.

Sin el dolor, bien lo vio el autor de la Voix souterraine, no habría conciencia. Y el dolor, que afecta a todos, es el único indicio que permite suponer que la conciencia no es patrimonio del hombre. Si a un animal se le inflige alguna tortura, se observa en la expresión de su mirada un destello que lo proyecta momentáneamente por encima de su condición. Cualquier animal, en cuanto sufre, da un paso hacia nosotros, se esfuerza por alcanzarnos. Y es imposible, mientras dura su mal, negarle, por mínimo que sea, un grado de conciencia.

Conciencia no es lucidez. La lucidez, monopolio del hombre, representa la culminación del proceso de ruptura entre el espíritu y el mundo; es necesariamente conciencia de la conciencia, y si nos distinguimos de los animales es sólo gracias a ella, o por su culpa.

No hay dolor irreal; el dolor existiría incluso si el mundo no existiera. Aunque se demostrara que no tiene utilidad, aún podríamos encontrarle una: la de proyectar alguna sustancia en las ficciones que nos rodean. Sin el dolor, todos seríamos unos fantoches; sin él, no habría contenido en ninguna parte; mediante su simple presencia se transfigura cualquier cosa, un concepto inclusive. Todo lo que él toca se eleva al rango de recuerdo; deja trazas en la memoria que el placer apenas roza: un hombre que ha sufrido es un hombre marcado (tal como, se dice de un libertino que está marcado, bien dicho puesto que el libertinaje es dolor). Le da una coherencia a nuestras sensaciones y una unidad a nuestro yo, y queda, una vez abolidas nuestras certezas, como la única esperanza de escapar al naufragio metafísico. ¿Será necesario ir más lejos y, al conferirle un estatuto impersonal, sostener, con el budismo, que sólo él existe, y no el ser que sufre? Si el dolor posee el privilegio de subsistir por sí mismo, y el «yo» es sólo una ilusión, uno se pregunta entonces quién sufre y qué sentido puede tener ese desarrollo mecánico al que está reducido. Se diría que el budismo sólo lo descubre por todas partes para poder menospreciarlo mejor. Pero, incluso cuando admitimos que existe independientemente de nosotros, no podemos pensarnos sin dolor ni podemos separarlo de nosotros mismos, de nuestro ser, cuya causa y sustancia es. ¿Cómo concebir una sensación tal cual sin el soporte del «yo», cómo imaginarnos un sufrimiento que no sea «nuestro»? Sufrir es ser totalmente uno mismo, es acceder a un estado de no‑coincidencia con el mundo, pues el sufrimiento es generador de intervalos; y, cuando nos atenaza, ya no nos identificamos con nada, ni siquiera con él; entonces es cuando, doblemente conscientes, vigilamos nuestras vigilias.

Fuera de los males que padecemos, que se abaten sobre nosotros y que más o menos soportamos, hay otros que deseamos tanto por instinto como por cálculo: una sed insistente los llama, como si tuviéramos miedo de que, al dejar de sufrir, no tuviésemos nada a que asirnos. Tenemos necesidad de un dato tranquilizador, esperamos que nos llegue la prueba que podamos tocar, que no estemos divagando. Cualquier dolor cumple con ese papel, y, cuando lo tenemos a mano, sabemos con certeza que algo existe. A la flagrante irrealidad del mundo, sólo podemos oponerle sensaciones; lo que explica por qué, cuando nos convencemos de que nada tiene fundamento, nos aferramos a todo lo que ofrece un contenido positivo, a todo lo que hace sufrir. Aquel que haya pasado por el Vacío verá en cada sensación dolorosa un auxilio providencial, y lo que más temerá es devorarla, agotarla demasiado rápido y recaer en el estado de desposesión y de ausencia de donde ella lo había sacado. Y como vive en un desgarramiento estéril, conoce hasta la saciedad la desgracia de atormentarse sin tormentos, de sufrir sin sufrimientos; y sueña con una serie de pruebas determinadas, exactas, que lo liberen de esa vaguedad intolerable, de esa vaciedad crucificante donde nada es provechoso, donde se avanza de balde, al ritmo de un largo e insustancial suplicio. El Vacío, callejón sin salida infinito, aspira a fijarse limites, y a causa de la avidez de un límite se lanza sobre el primer dolor, sobre cualquier sensación susceptible de arrancarlo de los trances indefinidos. Y es que el dolor, circunscrito, enemigo de lo vago, está siempre lleno de un sentido, aunque sea negativo; mientras que el Vacío, demasiado vasto, no sabría contener ninguno.

Los males que nos ahogan, los males involuntarios, son más frecuentes y más reales que los otros; son aquellos ante los cuales nos encontramos más desprotegidos: ¿aceptarlos? ¿huir de ellos? No sabemos cómo reaccionar, y, no obstante, es lo único que importaría. Pascal tenía razón al no extenderse sobre las enfermedades, sino sobre el uso que se debe hacer de ellas. Sin embargo, es imposible estar de acuerdo con él cuando asegura que «los males del cuerpo no son otra cosa que el castigo y la representación de los males del alma». La afirmación es tan gratuita que, para desmentirla, basta mirar alrededor de uno mismo: es evidente que la enfermedad ataca indistintamente al inocente y al culpable, que prefiere incluso al inocente; lo cual es obvio, puesto que la inocencia, la pureza interior, suponen siempre una complexión débil. Decididamente la Providencia no hace grandes esfuerzos por los delicados. Nuestros males físicos, más bien causas que reflejos de nuestros males espirituales, determinan nuestra visión de las cosas y deciden la dirección que tomarán nuestras ideas. La fórmula de Pascal es cierta, a condición de invertirla.

Ninguna huella de necesidad moral ni de equidad en la distribución de los bienes y de los males. ¿Hay que irritarse por ello y caer en las exageraciones de Job? Es ocioso rebelarse contra el dolor. Por otra parte, la resignación ya no es admisible: ¿acaso no se niega a halagar y a embellecer nuestras miserias? No se despoetiza el infierno impunemente. Y no sólo está fuera de actualidad, sino que está condenada: la resignación es una virtud que no responde a ninguna de nuestras debilidades.

En cuanto se entrega uno a una pasión, noble o sórdida poco importa, se está seguro de ir de tormento en tormento. Inclusive la capacidad de experimentarlos prueba que se está predestinado a sufrir. Sólo se ama porque, inconscientemente, se ha renunciado a la dicha. El proverbio brahamánico es irrefutable: «Cada vez que nos creamos un nuevo lazo, es un dolor de más que se nos hunde, como un clavo, en el corazón.» Todo lo que enciende nuestra sangre, todo lo que nos da la impresión de vivir, de estar participando, acaba inevitablemente en sufrimiento. Una pasión es de por sí un castigo. Aquel que se entrega a ella, aunque se crea el hombre más pleno, expía con ansiedad su dicha real o imaginaría. La pasión le presta dimensiones a lo que no tiene ninguna, hace un ídolo o un monstruo de una sombra, es pecado contra el verdadero peso de los seres y de las cosas. También es crueldad hacia el otro y hacia uno mismo, puesto que no se puede sentir pasión sin torturar y torturarse. Fuera de la insensibilidad y, en todo caso, del desprecio, todo es pena, principalmente el placer cuya función no consiste en apartar el dolor, sino en prepararlo. Incluso admitiendo que no pretenda tanto y que sólo lleve a la decepción, ¿no es esto mismo la mejor prueba de sus insuficiencias, de su falta de intensidad, de existencia? Hay efectivamente alrededor del placer una atmósfera de impostura que nunca se encuentra alrededor del dolor; promete todo y no ofrece nada: está cortado con la misma tijera que el deseo. Ahora bien, el deseo no satisfecho es sufrimiento; sólo es placer durante su satisfacción; y es decepción una vez satisfecho.

Puesto que es a través de la sensación como la desgracia se insinuó en el mundo, lo mejor sería anular nuestros sentidos y dejarnos caer en una abulia divina. ¡Qué plenitud, qué dilatación en cuanto contamos con la desaparición de nuestros apetitos! La quietud que se piensa indefinidamente a sí misma se aparta de cualquier horizonte hostil a ese rumiar, de todo lo que podría arrancarla a la dulzura de no sentir nada. Cuando aborrecemos por igual placeres y dolores, y nos encontramos hartos hasta la náusea, no pensamos ni en la dicha ni en otra sensación, sino en una vida amortiguada, hecha de impresiones tan imperceptibles que parecen inexistentes. La menor emoción entonces es síntoma de locura, y en cuanto experimentamos una nos alarmamos al grado de pedir auxilio.

Todo lo que de una u otra manera nos afecta es virtualmente sufrimiento, ¿aceptaremos entonces la superioridad del mineral sobre la del ser vivo? En ese caso, el único recurso sería reintegrarnos lo antes posible a la imperturbabilidad de los elementos. Debería ser posible. No olvidemos que para un animal que siempre ha sufrido, es incomparablemente más fácil sufrir que no sufrir. Y si la condición del santo es más agradable que la del sabio, la razón está en que cuesta menos revolcarse en el dolor que triunfar sobre él merced a la reflexión o al orgullo.

Puesto que somos incapaces de vencer nuestros males, los cultivamos y nos complace hacerlo. Esta complacencia hubiera sido una aberración para los antiguos que no admitían mayor voluptuosidad que la de no sufrir. Menos razonables, nosotros pensamos de otra manera al cabo de veinte siglos de considerar que la convulsión es signo de avance espiritual. Acostumbrados a un Salvador torcido, deshecho, gesticulante, somos incapaces de saborear la desenvoltura de los dioses antiguos o la inagotable sonrisa de un Buda, sumergido en una beatitud vegetal. Pensándolo bien, ¿no habrá tomado el nirvana su secreto esencial de las plantas? Sólo accedemos a la liberación tomando como modelo una forma de ser opuesta a la nuestra.

Amar sufrir es amarse indebidamente, es no querer perder nada de lo que se es, es saborear las propias debilidades. Mientras más nos ocupamos de ellas, más nos place remachar la pregunta: «¿Cómo pudo ser posible el hombre?» En el inventario de los factores responsables de su surgimiento, la enfermedad ocupa el primer lugar. Pero para que verdaderamente haya podido surgir, debieron agregarse a los suyos males exteriores, siendo la conciencia la coronación de un número vertiginoso de impulsos retardados y refrenados, de contrariedades y de pruebas sufridas por nuestra especie, por todas las especies. Y el hombre, después de haber sacado provecho de esa infinidad de pruebas, se ocupa lo mejor que puede en justificarlas, en darles un sentido. «No habrán sido inútiles, han anunciado y preparado las mías, más diversas e intolerables que las vuestras», dice a la totalidad de los seres vivos para consolarlos por no experimentar tormentos tan excepcionales como los suyos.

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