agosto 30, 2006

...


Maldito sea el destino
que me deja desprotegido
No tengo ganas de vivir
esta ingrata existencia
quisiera que mi corazón
fuera una piedra
que la ley de la gravedad
contra la tierra reventara
que mi sangre fuera agua
y este fuego ya no ardiera
si yo fuera una seca rama
no me importaría que me dañaran
pues sería una cosa muerta
insensible al maltrato
al destino y a los problemas
que me importaría entonces
deshacerme entre la arena.

Pero soy hombre
ser pensante de la naturaleza
y me siento a pesar de todo
un alma desierta
no me quedan sonrisas
ni tampoco lágrimas tibias
no tengo nada
tan solo me quedan
una mente cansada
y largas noches desveladas
y estos dedos atrapados
y estos labios exiliados
estoy harto, más que harto
de tener entre mis manos
un racimo pobre
de inútiles fracasos
todo me sale mal
estoy viviendo en un caos
cobarde
derrotado
vacío
despreocupado
me da igual vivir o no
no tengo ansias
no tengo norte
tengo ilusiones demacradas
mis pensamientos son
cenizas esparcidas
basura
tristes amarguras
mis sueños se han
cubierto de telarañas
ya no pienso en el mañana
hoy bajo la lluvia de mis ojos
falleció mi fe .

Y se me mueren estos brazos
por su ausencia desanimados
está mi corazón
con un hierro atravesado
estoy defraudado, de los dioses
de mi mismo
de mi imbécil sentimentalismo
de la inútil sensación
de estar cayendo a un abismo
insalvable
perdido
sin ganas de vivir
muriendo solo e infeliz
sin poder estar junto a ella
la única capaz
de aliviar todas mis penas
de curar mis heridas
y darme nueva vida
y renovadas energías
tan solo con sus sonrisas.

agosto 25, 2006

EL CIELO A TRAVÉS DE TUS OJOS...

Los días parecen interminables a través de tus ojos, pareciera que contienen el universo mismo, el azul del cielo parece caer directamente para llenar tu mirada y hacerla participe de esa profundidad que me hipnotiza, me vuelve de cabeza y me arrastra al más allá.

A veces siento envidia de ti, quisiera asesinarte para así quedarme con el cielo contenido en ti, sin embargo me reconozco cobarde y el simple pensamiento de descubrirme sin ti, me llena de una ansiedad agonizante que despelleja mis entrañas.

Por eso mírame, que entre tus ojos me pierdo, en su vastedad inagotable, ahora te observo sigilosamente como felino a su presa, más un sentimiento me invade, ahí yaces tú, en lo que será tu propia tumba, entre sentimientos tardíos y ese último latido que me pide que no te deje ahí, tan sola sin mí. Pero ya es tarde, has cerrado la puerta y el olvido hace bien su incesante trabajo…

agosto 24, 2006

AL SER DE CABELLOS LARGOS DETRAS DE ESE CRISTAL IONIZADO...

De pronto me descubro dando vueltas en mi habitación, con una sola cosa en mente, tú, sin embargo la palabra no queda bien empleada, puesto que no sé nada de ti, tan solo unas cuantas líneas tras bambalinas, el telón no ha sido puesto aún.



Sólo los signos me hacen vibrar y tener muchas cosas que pensar, me temo que idealizo y eso me asusta, me provoca como dice un amigo: “síndrome soriano”, el cual consiste en levantar un castillo, el cual ante una absoluta verdad, se desmorona junto conmigo, dejando así solo soledad y un sentimiento de culpa y una maldita impotencia que desgarra mi existencia y me recuerda mi fatalidad mundana. ¿Por qué soy así? Tan terriblemente consciente y fatalmente melancólico, irremediablemente reflexivo, virtuosamente extranjero y eremita de realidades internas… A veces me llego a preguntar si esto lo sienten lo demás o tan sólo mi maldita persona es presa de esta tormenta de lucidez, maldición, no logro concretar pensamientos solidos, sin embargo cuando tras bambalinas me encuentro con tus signos, me abraza un confort que pocas veces me permito. Espero poder librar esta cruel batalla y no caer presa del “síndrome soriano”; juntos los dos…

SOBRE LOS ONCE MESES; CIORAN "JUSTIFICA" MI IRA...

Sobre la enfermedad

Cualesquiera que sean sus méritos, un hombre saludable decepciona siempre. Imposible acordarle crédito a sus dichos, imposible ver en ellos más que pretextos o acrobacias. No posee la experiencia de lo terrible que es la única que le confiere un cierto espesor a nuestros actos; y tampoco posee la imaginación de la desgracia sin la cual nadie podría comunicarse con esos seres separados que son los enfermos. También es cierto que si la poseyera, dejaría de ser saludable. No teniendo nada que transmitir, neutro hasta la abdicación, se hunde en la salud, estado de perfección insignificante, de impermeabilidad a la muerte y a todo lo demás, de falta de atención hacia sí mismo y hacia el mundo. Mientras sea un hombre sano se parecerá a los objetos; en cuanto deje de estarlo, se abrirá a todo y todo lo sabrá: omnisciencia del temor.

Carne que se emancipa, que se rebela y no quiere ya servir, la enfermedad es la apostasía de los órganos; cada uno quiere ser caballero único, cada uno, brusca o gradualmente, deja de representar su papel, de colaborar con los otros órganos, y se lanza a la aventura y al capricho. Para que la conciencia alcance una cierta intensidad, es necesario que el organismo sufra y que incluso se disgregue: la conciencia, en sus principios, es conciencia de los órganos. Sanos, los ignoramos; es la enfermedad quien los revela, nos hace comprender su importancia y su fragilidad y nuestra dependencia. La insistencia de la enfermedad en recordarnos la realidad de los órganos tiene algo de inexorable; de nada nos sirve intentar olvidarlos, ella no lo permite; esa imposibilidad del olvido, donde se expresa el drama de tener un cuerpo, llena el espacio de nuestras vigilias. Durante el sueño, participamos del anonimato universal, somos todos los seres; en cuanto el dolor nos despierta y sacude, ya sólo somos nosotros mismos, a solas con nuestro mal, con los mil pensamientos que suscita en nosotros y contra nosotros. «¡Ay de esta carne dependiente del alma y ay de esta alma dependiente de la carne!»‑ es en mitad de ciertas noches cuando comprendemos todo el alcance de estas palabras del Evangelio según Santo Tomás. La carne boicotea al alma, el alma boicotea a la carne; funestas ambas, son incapaces de cohabitar, de elaborar en común una mentira saludable, una ficción de envergadura.

Mientras más se agudiza la conciencia merced a nuestros malestares, más libres deberíamos sentirnos. Pero no ocurre así. A medida que nuestros achaques se acumulan, caemos en manos de nuestro cuerpo cuyos arrebatos equivalen a otras tantas treguas. Es él quien nos dirige y gobierna, quien dicta nuestros humores; nos vigila, nos espía, es nuestro tutor; y, mientras que nos plegamos a su voluntad y sufrimos una esclavitud casi humillante, comprendemos por qué, saludables, nos repugna la idea de fatalidad: es que entonces apenas si percibimos la existencia de nuestro cuerpo. Sanos, los órganos son discretos; enfermos, impacientes por hacerse notar, entran en competencia para ver cuál de ellos llama mejor nuestra atención. El que gana conserva su ventaja esmerándose; termina por fatigarse en su empeño, y otro órgano más emprendedor y vigoroso viene a relevarlo. Lo enojoso es estar obligado a ser el objeto y el testigo de esa rivalidad.

Como todo factor de desequilibrio, la enfermedad desentumece, fustiga y aporta un elemento de tensión y de conflicto. La vida es una rebelión en el seno de lo inorgánico, un vuelo trágico de lo inerte, la vida es materia animada y, hay que decirlo, arruinada por el dolor. A tanta agitación, a tanto dinamismo y ajetreo sólo escapamos aspirando al reposo de lo inorgánico, a la paz en el seno de los elementos. La voluntad de retornar a la materia constituye el fondo del deseo de morir. Por el contrario, tener miedo a la muerte es temer ese regreso, es huir del silencio y del equilibrio de lo inerte, del equilibrio sobre todo. Nada más natural: se trata de una reacción de la vida, y todo lo que participa de la vida es, textual y figurativamente, desequilibrado.

Cada uno de nosotros es el producto de sus males pasados y, si es ansioso, de sus males futuros. A la enfermedad vaga, indeterminada de ser hombre, se agregan otras, múltiples y precisas, que surgen para anunciarnos que la vida es un estado de inseguridad absoluta, que es provisoria por esencia, que representa un modo de existencia accidental. Pero si la vida es un accidente, el individuo es el accidente de un accidente.

No hay curación, o mejor dicho, todas las enfermedades de las que hemos «sanado» están en nosotros y no nos abandonan jamás. Incurables o no, están ahí para impedir que el dolor no se convierta en una sensación difusa: ellas le dan consistencia, lo organizan, lo reglamentan... Se les ha llamado «ideas fijas» de los órganos. Y hacen pensar, en efecto, en órganos obsesionados, incapaces de sustraerse a la obsesión, entregados a trastornos orientados, previsibles, sujetos a una pesadilla metódica, tan monótona como una obsesión.

Así es el automatismo de la enfermedad que no puede concebir nada fuera de sí misma. Enriquecedora en sus principios, se repite después forzosamente, sin por ello transformarse, como el tedio, en símbolo de invariabilidad y de esterilidad. Todavía hay que agregar, que a partir de un cierto momento, ya no le aporta nada al que sufre salvo la confirmación cotidiana de la imposibilidad en que se encuentra de no sufrir.

Mientras uno está sano, no existe. Es decir: uno no sabe que existe. El enfermo suspira por el vacío de la salud, por la ignorancia del ser: está exasperado por saber que tiene todo el universo y no puede formar parte de él, perderse en él. Su ideal sería olvidarlo todo, y, descargado de su pasado, despertarse un buen día desnudo ante el futuro: «No puedo emprender ya nada a partir de mí mismo; preferible estallar o disolverme a continuar así», se dice. El enfermo envidia, desprecia o detesta al resto de los mortales, a los saludables en primer término. El dolor añejo, lejos de purificar, hace salir todo lo malo que tiene un ser, tanto física como moralmente. Regla de conducta: desconfiar de los que sufren, cuidarse de quien haya pasado largo tiempo en cama. El deseo secreto del enfermo es que todo el mundo esté enfermo, y el del agonizante, que todos agonicen. Lo que en nuestros dolores deseamos es que los demás sean tan desgraciados como nosotros: no más, sólo igual. Pues no hay que equivocarse: la única igualdad que nos importa, la única también para la cual estamos capacitados, es la igualdad del infierno.

Se puede desposeer al hombre, se le puede quitar todo, de una u otra forma se las arreglará. Sólo una cosa no hay que tocar, pues si se le priva de ella estará perdido sin remisión: la facultad, mejor dicho, la voluptuosidad de quejarse. Si se ve privado de ella, no obtendrá ningún placer de sus males ni tendrá interés en ellos. Le sientan bien mientras puede comentarlos y exponerlos, mientras puede relatarlos a su prójimo para castigarle por hallarse exento de ellos. Y cuando se queja da a entender: «Espera un poco, tu turno llegará, no escaparás». Todos los enfermos son unos sádicos; pero su sadismo es adquirido; esa es su única excusa.

Ceder, en medio de nuestros males, a la tentación de creer que no nos ha servido de nada, que sin ellos estaríamos infinitamente más avanzados, es olvidar el doble aspecto de la enfermedad: aniquilación y revelación; nos quita y destruye nuestras apariencias para mejor abrirnos a nuestra realidad última, y, a veces, a lo invisible. Por otra parte, no podríamos negar que cada enfermo es, a su manera, un tramposo. Si tanto y tan minuciosamente se ocupa de sus enfermedades, es para no pensar en la muerte; la escamotea curándose. Sólo la miran de frente aquellos que, raros en verdad, han comprendido los «inconvenientes de la salud» y desdeñan tomar medidas para conservarla o reconquistarla. Se dejan morir dulcemente, al contrario de aquellos que se agitan y se afanan y creen escapar a la muerte porque no tienen el tiempo de sucumbir.

En el equilibrio de nuestras facultades, nos es imposible percibir otros mundos; al menor desorden, nos elevamos sobre ellos y los sentimos. Es como si, en realidad, una fisura se hubiera operado a través de la cual entreviéramos un modo de existencia en la antípoda del nuestro. A esta abertura, objetivamente improbable, dudamos, no obstante, en reducirla a un accidente de nuestro espíritu. Todo lo que percibimos tiene un valor de realidad a partir del momento en que el objeto percibido, aunque sea imaginario, se incorpora a nuestra vida. Los ángeles existen para aquello que no puede dejar de pensar en ellos. Pero cuando los ve, cuando se figura que lo visitan, ¡qué revolución en todo su ser, qué crisis! Nunca un hombre sano podrá sentir su presencia, ni hacerse de ellos una idea exacta, imaginarlos sería perderse; verlos, tocarlos, es ya estar perdido. En ciertas tribus se dice de los que son presa de convulsiones: «Tiene a los dioses». ‑«Tienes a los ángeles», debería decirse de aquel que se encuentra roído por secretos terrores.

Estar entregado a los ángeles o a los dioses, pasa; lo peor es creerse, durante largos períodos, el hombre más normal del mundo, exento de las taras que afligen a los demás, ajeno a las consecuencias de la caída, inaccesible a la maldición, un hombre sano en todos los aspectos, dominado a cada momento por la impresión de hallarse perdido entre una caterva de maniáticos y de apestados. ¿Cómo curarse de la obsesión de la absoluta «normalidad», cómo hacer para ser un salvador o un caído cualquiera? La nulidad, la abyección, lo que sea antes que esa perfección maléfica.

Si el hombre pudo apartarse de los animales, fue sin duda porque era más receptivo y estaba más expuesto a las enfermedades. Y si ha conseguido mantenerse en su estado actual, es porque ellas no han dejado de ayudarlo; lo rodean y se multiplican para que no se crea ni solo ni desheredado; vigilan para que prospere, para que en ningún momento tenga el sentimiento de no estar abastecido de tribulaciones.

Sin el dolor, bien lo vio el autor de la Voix souterraine, no habría conciencia. Y el dolor, que afecta a todos, es el único indicio que permite suponer que la conciencia no es patrimonio del hombre. Si a un animal se le inflige alguna tortura, se observa en la expresión de su mirada un destello que lo proyecta momentáneamente por encima de su condición. Cualquier animal, en cuanto sufre, da un paso hacia nosotros, se esfuerza por alcanzarnos. Y es imposible, mientras dura su mal, negarle, por mínimo que sea, un grado de conciencia.

Conciencia no es lucidez. La lucidez, monopolio del hombre, representa la culminación del proceso de ruptura entre el espíritu y el mundo; es necesariamente conciencia de la conciencia, y si nos distinguimos de los animales es sólo gracias a ella, o por su culpa.

No hay dolor irreal; el dolor existiría incluso si el mundo no existiera. Aunque se demostrara que no tiene utilidad, aún podríamos encontrarle una: la de proyectar alguna sustancia en las ficciones que nos rodean. Sin el dolor, todos seríamos unos fantoches; sin él, no habría contenido en ninguna parte; mediante su simple presencia se transfigura cualquier cosa, un concepto inclusive. Todo lo que él toca se eleva al rango de recuerdo; deja trazas en la memoria que el placer apenas roza: un hombre que ha sufrido es un hombre marcado (tal como, se dice de un libertino que está marcado, bien dicho puesto que el libertinaje es dolor). Le da una coherencia a nuestras sensaciones y una unidad a nuestro yo, y queda, una vez abolidas nuestras certezas, como la única esperanza de escapar al naufragio metafísico. ¿Será necesario ir más lejos y, al conferirle un estatuto impersonal, sostener, con el budismo, que sólo él existe, y no el ser que sufre? Si el dolor posee el privilegio de subsistir por sí mismo, y el «yo» es sólo una ilusión, uno se pregunta entonces quién sufre y qué sentido puede tener ese desarrollo mecánico al que está reducido. Se diría que el budismo sólo lo descubre por todas partes para poder menospreciarlo mejor. Pero, incluso cuando admitimos que existe independientemente de nosotros, no podemos pensarnos sin dolor ni podemos separarlo de nosotros mismos, de nuestro ser, cuya causa y sustancia es. ¿Cómo concebir una sensación tal cual sin el soporte del «yo», cómo imaginarnos un sufrimiento que no sea «nuestro»? Sufrir es ser totalmente uno mismo, es acceder a un estado de no‑coincidencia con el mundo, pues el sufrimiento es generador de intervalos; y, cuando nos atenaza, ya no nos identificamos con nada, ni siquiera con él; entonces es cuando, doblemente conscientes, vigilamos nuestras vigilias.

Fuera de los males que padecemos, que se abaten sobre nosotros y que más o menos soportamos, hay otros que deseamos tanto por instinto como por cálculo: una sed insistente los llama, como si tuviéramos miedo de que, al dejar de sufrir, no tuviésemos nada a que asirnos. Tenemos necesidad de un dato tranquilizador, esperamos que nos llegue la prueba que podamos tocar, que no estemos divagando. Cualquier dolor cumple con ese papel, y, cuando lo tenemos a mano, sabemos con certeza que algo existe. A la flagrante irrealidad del mundo, sólo podemos oponerle sensaciones; lo que explica por qué, cuando nos convencemos de que nada tiene fundamento, nos aferramos a todo lo que ofrece un contenido positivo, a todo lo que hace sufrir. Aquel que haya pasado por el Vacío verá en cada sensación dolorosa un auxilio providencial, y lo que más temerá es devorarla, agotarla demasiado rápido y recaer en el estado de desposesión y de ausencia de donde ella lo había sacado. Y como vive en un desgarramiento estéril, conoce hasta la saciedad la desgracia de atormentarse sin tormentos, de sufrir sin sufrimientos; y sueña con una serie de pruebas determinadas, exactas, que lo liberen de esa vaguedad intolerable, de esa vaciedad crucificante donde nada es provechoso, donde se avanza de balde, al ritmo de un largo e insustancial suplicio. El Vacío, callejón sin salida infinito, aspira a fijarse limites, y a causa de la avidez de un límite se lanza sobre el primer dolor, sobre cualquier sensación susceptible de arrancarlo de los trances indefinidos. Y es que el dolor, circunscrito, enemigo de lo vago, está siempre lleno de un sentido, aunque sea negativo; mientras que el Vacío, demasiado vasto, no sabría contener ninguno.

Los males que nos ahogan, los males involuntarios, son más frecuentes y más reales que los otros; son aquellos ante los cuales nos encontramos más desprotegidos: ¿aceptarlos? ¿huir de ellos? No sabemos cómo reaccionar, y, no obstante, es lo único que importaría. Pascal tenía razón al no extenderse sobre las enfermedades, sino sobre el uso que se debe hacer de ellas. Sin embargo, es imposible estar de acuerdo con él cuando asegura que «los males del cuerpo no son otra cosa que el castigo y la representación de los males del alma». La afirmación es tan gratuita que, para desmentirla, basta mirar alrededor de uno mismo: es evidente que la enfermedad ataca indistintamente al inocente y al culpable, que prefiere incluso al inocente; lo cual es obvio, puesto que la inocencia, la pureza interior, suponen siempre una complexión débil. Decididamente la Providencia no hace grandes esfuerzos por los delicados. Nuestros males físicos, más bien causas que reflejos de nuestros males espirituales, determinan nuestra visión de las cosas y deciden la dirección que tomarán nuestras ideas. La fórmula de Pascal es cierta, a condición de invertirla.

Ninguna huella de necesidad moral ni de equidad en la distribución de los bienes y de los males. ¿Hay que irritarse por ello y caer en las exageraciones de Job? Es ocioso rebelarse contra el dolor. Por otra parte, la resignación ya no es admisible: ¿acaso no se niega a halagar y a embellecer nuestras miserias? No se despoetiza el infierno impunemente. Y no sólo está fuera de actualidad, sino que está condenada: la resignación es una virtud que no responde a ninguna de nuestras debilidades.

En cuanto se entrega uno a una pasión, noble o sórdida poco importa, se está seguro de ir de tormento en tormento. Inclusive la capacidad de experimentarlos prueba que se está predestinado a sufrir. Sólo se ama porque, inconscientemente, se ha renunciado a la dicha. El proverbio brahamánico es irrefutable: «Cada vez que nos creamos un nuevo lazo, es un dolor de más que se nos hunde, como un clavo, en el corazón.» Todo lo que enciende nuestra sangre, todo lo que nos da la impresión de vivir, de estar participando, acaba inevitablemente en sufrimiento. Una pasión es de por sí un castigo. Aquel que se entrega a ella, aunque se crea el hombre más pleno, expía con ansiedad su dicha real o imaginaría. La pasión le presta dimensiones a lo que no tiene ninguna, hace un ídolo o un monstruo de una sombra, es pecado contra el verdadero peso de los seres y de las cosas. También es crueldad hacia el otro y hacia uno mismo, puesto que no se puede sentir pasión sin torturar y torturarse. Fuera de la insensibilidad y, en todo caso, del desprecio, todo es pena, principalmente el placer cuya función no consiste en apartar el dolor, sino en prepararlo. Incluso admitiendo que no pretenda tanto y que sólo lleve a la decepción, ¿no es esto mismo la mejor prueba de sus insuficiencias, de su falta de intensidad, de existencia? Hay efectivamente alrededor del placer una atmósfera de impostura que nunca se encuentra alrededor del dolor; promete todo y no ofrece nada: está cortado con la misma tijera que el deseo. Ahora bien, el deseo no satisfecho es sufrimiento; sólo es placer durante su satisfacción; y es decepción una vez satisfecho.

Puesto que es a través de la sensación como la desgracia se insinuó en el mundo, lo mejor sería anular nuestros sentidos y dejarnos caer en una abulia divina. ¡Qué plenitud, qué dilatación en cuanto contamos con la desaparición de nuestros apetitos! La quietud que se piensa indefinidamente a sí misma se aparta de cualquier horizonte hostil a ese rumiar, de todo lo que podría arrancarla a la dulzura de no sentir nada. Cuando aborrecemos por igual placeres y dolores, y nos encontramos hartos hasta la náusea, no pensamos ni en la dicha ni en otra sensación, sino en una vida amortiguada, hecha de impresiones tan imperceptibles que parecen inexistentes. La menor emoción entonces es síntoma de locura, y en cuanto experimentamos una nos alarmamos al grado de pedir auxilio.

Todo lo que de una u otra manera nos afecta es virtualmente sufrimiento, ¿aceptaremos entonces la superioridad del mineral sobre la del ser vivo? En ese caso, el único recurso sería reintegrarnos lo antes posible a la imperturbabilidad de los elementos. Debería ser posible. No olvidemos que para un animal que siempre ha sufrido, es incomparablemente más fácil sufrir que no sufrir. Y si la condición del santo es más agradable que la del sabio, la razón está en que cuesta menos revolcarse en el dolor que triunfar sobre él merced a la reflexión o al orgullo.

Puesto que somos incapaces de vencer nuestros males, los cultivamos y nos complace hacerlo. Esta complacencia hubiera sido una aberración para los antiguos que no admitían mayor voluptuosidad que la de no sufrir. Menos razonables, nosotros pensamos de otra manera al cabo de veinte siglos de considerar que la convulsión es signo de avance espiritual. Acostumbrados a un Salvador torcido, deshecho, gesticulante, somos incapaces de saborear la desenvoltura de los dioses antiguos o la inagotable sonrisa de un Buda, sumergido en una beatitud vegetal. Pensándolo bien, ¿no habrá tomado el nirvana su secreto esencial de las plantas? Sólo accedemos a la liberación tomando como modelo una forma de ser opuesta a la nuestra.

Amar sufrir es amarse indebidamente, es no querer perder nada de lo que se es, es saborear las propias debilidades. Mientras más nos ocupamos de ellas, más nos place remachar la pregunta: «¿Cómo pudo ser posible el hombre?» En el inventario de los factores responsables de su surgimiento, la enfermedad ocupa el primer lugar. Pero para que verdaderamente haya podido surgir, debieron agregarse a los suyos males exteriores, siendo la conciencia la coronación de un número vertiginoso de impulsos retardados y refrenados, de contrariedades y de pruebas sufridas por nuestra especie, por todas las especies. Y el hombre, después de haber sacado provecho de esa infinidad de pruebas, se ocupa lo mejor que puede en justificarlas, en darles un sentido. «No habrán sido inútiles, han anunciado y preparado las mías, más diversas e intolerables que las vuestras», dice a la totalidad de los seres vivos para consolarlos por no experimentar tormentos tan excepcionales como los suyos.

agosto 22, 2006

¿DÓNDE ESTÁS MALDITO SER DE CABELLOS LARGOS...?


Creo que he podido regresar de ese lejano lugar, de tan lejanas comarcas que se encuentran a muchos pensamientos dentro de mí… alguien a tirado una cuerda al precipicio y la he tomado para salir.

En verdad que en estos días me la he pasado extrañamente en paz, la cordura regresa a cuenta gotas y por fin he podido ver estabilidad en lo que parecía no tenerla. El desfile de sombras ha cesado y el baile de mascaras comienza con un vals en dos tiempos. No obstante, el fantasma de la soledad sigue haciendo mella en mi mundana existencia, sigue perforando mis pulmones y me dificulta día a día el respirar desahogadamente.

Extrañas añoranzas han venido a mí y se hacen latentes cada vez que alzo la mirada y me descubro sin ti, sin ellos, sin nadie más que conmigo mismo, maldición, se suponía que el problema estaba superado, al menos por el momento, pero me doy cuenta que no es así y me frustra. De pronto caigo en cuenta que necesito sentir el calor de un abrazo, de un regazo en el cual poder apoyarme para dejarme llevar por mi temporalidad, de poder hilar un te quiero al calor de un beso, de cruzar una mirada que contenga el universo infinito en ella, de esa fuerza interior que me mueve a mover montañas en nombre suyo, definitivamente no quiero mirar al cielo y escupir nuevamente, ahora quiero mirar al cielo y gritar !te quiero¡ librarme de ataduras y sentirme orgulloso de tomar tu mano y emprender el camino, solos tú y yo. ¿Dónde estás maldito ser de cabellos largos…?

agosto 13, 2006

EL REGRESO...

Mañana a clases, joder.

VENTAJAS DEL EXILIO. E:M. Cioran

Texto tomado de "LA TENTACIÓN DE EXISTIR"



Ventajas del exilio

Es equivocado hacerse del exilado la imagen del que abdica, se retira y se oculta, resignado a sus miserias, a su condición de desecho. Al observarlo, se descubre en él un ambicioso, un decepcionado agresivo, un amargado que, además, es un conquistador. Cuanto más desposeídos estamos, más se exacerban nuestros apetitos y nuestras ilusiones. Incluso discierno alguna relación entre la desdicha y la megalomanía. El que lo ha perdido todo conserva, como último recurso, la esperanza dc la gloria o del escándalo literario. Consiente en abandonarlo todo, salvo su nombre. Pero ¿cómo impondrá su nombre, si escribe en una lengua que los civilizados ignoran o desprecian?

¿Intentará otro idioma? No le será fácil renunciar a las palabras en las que perdura su pasado. Quien reniega de su lengua para adoptar otra, cambia de identidad, léase de decepciones. Heroicamente traidor, rompe con sus recuerdos y, hasta un cierto punto, consigo mismo.

Fulano escribe una novela que, de un día para otro, lo hace célebre. Cuenta en ella sus sufrimientos. Sus compatriotas, en el extranjero, sienten celos de él: ellos también han sufrido, y quizá, más. Y el apátrida se convierte ‑o aspira a convertirse‑ en novelista. Resulta una acumulación de zozobras, una inflación de horrores, estremecimientos que aviejan. No se puede renovar el indefinidamente infierno, cuya característica propia es la monotonía, ni tampoco el rostro del exilio. Nada exaspera tanto en literatura como lo terrible; en la vida, es demasiado evidente como para que se repare en él. Pero nuestro autor persiste; por el momento, oculta su novela en el fondo dc un cajón y espera su hora. La ilusión de una sorpresa, de un renombre que se resiste pero que da por descontado, le sostiene; vive de la irrealidad. Tal es, sin embargo, la fuerza de esta ilusión que, si trabaja en una fábrica, lo hace con la idea de ser arrancado de ella un día por una celebridad tan súbita como inconcebible.

Igualmente trágico es el caso del poeta. Encerrado en su propia lengua, escribe para sus amigos, para diez, para veinte personas a lo sumo. Su deseo de ser leído no es menos imperioso que el del novelista improvisado. Por lo menos tiene sobre éste la ventaja de poder colocar sus versos en las pequeñas revistas de la emigración que aparecen al precio de sacrificios y renuncias casi indecentes. Fulano se transforma en director de la revista; para hacerla durar, se arriesga al hambre, se aparta de las mujeres, se entierra en una habitación sin ventanas, se impone privaciones que confunden y espantan. La masturbación y la tuberculosis son su ganancia.

Por poco numerosos que sean los emigrados, se constituyen en grupos, no para defender sus intereses, sino para cotizar, sangrarse, a fin de publicar sus pesares, sus gritos, sus llamadas sin eco. En vano buscaríamos una forma más desgarradora de gratuidad.

Que sean tan buenos poetas como malos prosistas depende de razones bastante sencillas. Examinad la producción literaria dc cualquier pequeño pueblo que no cometa la puerilidad de forjarse un pasado: la abundancia de poesía es el dato más chocante. La prosa exige, para desarrollarse, un cierto rigor, un estado social diferenciado y una tradición: es deliberada, construida; la poesía brota, es directa, o completamente fabricada; privilegio de los trogloditas y de los refinados, sólo florece más allá o más acá, pero siempre al margen de la civilización. En tanto que la prosa exige un genio reflexivo y una lengua cristalizada, la poesía es perfectamente compatible con un genio bárbaro y una lengua informe. Crear una literatura es crear una prosa.

¿Qué hay de más natural que el que tantos no dispongan de ningún otro modo de expresión más que la poesía? Incluso los que no están particularmente dotados obtienen, en su desarraigamiento, en el automatismo de su excepción, ese suplemento de talento que no habrían encontrado en una existencia normal.

Bajo cualquier forma que se presente, y sea cual sea su causa, el exilio, en sus comienzos, es una escuela de vértigo. Y el vértigo no es cosa a la que a cualquiera le sea dada la suerte de llegar. Es una situación‑límite y algo así como el extremo del estado poético. ¿Acaso no es un favor ser transportado a él de golpe, sin los rodeos de una disciplina, por la sola benevolencia de la fatalidad? Pensad en ese apátrida de lujo, Rilke, en el número de soledades que le fue preciso acumular para liquidar sus ataduras, para tomar tierra en lo invisible. No es fácil no ser de ninguna parte, cuando ninguna condición exterior os obliga a ello. El mismo místico no alcanza el desapego más que al precio de esfuerzos monstruosos. ¡Arrancarse del mundo, qué trabajo de abolición! El apátrida lo lleva a cabo sin sufragar los gastos, por el concurso ‑por la hostilidad‑ de la historia. Nada de tormentos ni vigilias para que se desprenda de todo; los acontecimientos le obligan a ello. En cierto sentido, se parece al enfermo, quien, como él, se instala en la metafísica o en la poesía sin mérito personal, por la fuerza de las cosas, por los buenos oficios de la enfermedad. ¿Absoluto de pacotilla? Quizá, pero no está probado que los resultados adquiridos por el esfuerzo superen en valor a los que derivan del reposo en lo ineluctable.

Un peligro amenaza al poeta desarraigado: adaptarse a su suerte, no sufrir más por su causa, complacerse en ella. Nadie puede salvar a la juventud de sus zozobras pero se desgastan. Lo mismo sucede con la añoranza del terruño, con toda nostalgia. Los pesares pierden su lustre, se marchitan y, a pesar de la elegía, caen pronto en el abandono. ¿Qué hay entonces de más normal que instalarse en el exilio, Ciudad de Nada, patria invertida? En la medida en que se deleita en él, el poeta dilapida la materia de sus emociones, los recursos de su desdicha, como su sueño de gloria. Como la maldición de la que sacaba orgullo y provecho ya no le abruma, pierde, con ella, la energía de su excepción y las razones de su soledad. Expulsado del infierno, intentará en vano volver a instalarse en él, sumergirse en él de nuevo: sus sufrimientos excesivamente amortiguados le volverán indigno de ello para siempre. Los gritos de los que antaño estaba tan orgulloso se han vuelto amargura, y la amargura no se transforma en versos: ella le llevará fuera de la poesía. No más cantos ni más excesos. Una vez cerradas sus llagas, en vano hurgará en ellas para extraer algunos acentos: en el mejor de los casos, será el epígono de sus dolores. Le espera una decadencia honrosa. Falta de diversidad, de inquietudes originales, su inspiración se seca. Pronto, resignado al anonimato y como intrigado por su mediocridad, adquirirá la máscara de un burgués de ninguna parte. Helo ahí en el término de su carrera lírica, en el punto más estable de su desclasamiento.

«Integrado», asentado en el bienestar de su caída, ¿qué le queda por hacer? Deberá elegir entre dos formas de salvación: la fe y el humor. Si arrastra todavía algunos vestigios de ansiedad, los liquidará poquito a poco por medio de mil oraciones; a menos que no se complazca en una metafísica amable, pasatiempo de versificadores agotados. Si, por el contrario está inclinado a la burla, minimizará sus derrotas hasta el punto de alegrarse de ellas. Según su temperamento, pues, hará ofrendas a la piedad o al sarcasmo. En uno y otro caso, habrá triunfado sobre sus ambiciones, como sobre su mala suerte, para alcanzar una meta más alta, para llegar a ser un vencido decente, un réprobo conveniente.

...

Cuando de noche camine hacia tu morada, espero que tengas las ventanas cerradas, pues temo que llegaré hasta tu alcoba y empuñare la daga del olvido y la encajaré en tu pecho…

Escaparé de ti, de tu voraz apetito de atención y me instalaré en la campiña, lejos de tu olvido. Tejeré ilusiones promisorias de grandes reinos mientras tú mueres desangrada por la daga.

Cavaré una tumba tan profunda que quepa todito tu maldito ego. Que no escape ni la más tenue de las lágrimas de tus profundos ojos azules… después lloraré tu partida y desenterraré tus restos ensangrentados de amor para vivir la vida contigo siempre, pues al parecer mi condena no era dejarte, sino tenerte…

ALGO QUE VER

YO,Neri,Ramooooon


YO




agosto 10, 2006

CARNE


Animales nocturnos son mis manos imprudentes, cuando debajo de nuestra sábana blanca, en tu cuerpo selvático buscan presas desprevenidas.

Para nosotros, tendidos desnudos entre sombras, el tiempo no existe y una hora es un suspiro y la eternidad un beso. El futuro se esconde tímido en tu ombligo. El mundo se me reduce a estos muros testigos y tu piel ansiosa y tus ojos claros como un lago.

Descubres tardíamente el secreto de los tigres fieros que se escondían en cada uno de mis dedos. Sabes bien que tu inocencia morirá esta tarde en mi cama, entre los aullidos silenciosos del atardecer y el ataque despiadado de mis labios atentos.

A través de la tímida ventana, un sol agonizante juega a dibujar los contornos de tu cintura de diferentes tonalidades. Eres mágica. Y por miedo a que desaparezcas yo me aferro a tus senos firmes como nuestras promesas, mis manos devoran tu carne fresca, y mi boca tu sexo rendido al fin a mis caprichos. Una colina jugosa se erige al final de tu espalda blanca.

Insaciable de ti, mi cuerpo te piensa hembra, te quiere íntima y ya no te deja escapatoria. Un escalofrío te convence a seguir tu instinto. Más allá del miedo, late entre tus piernas un ansia de venganza incontenible, y humedeces con tu boca brava mi mirada triste.

En el lenguaje violento de nuestras caricias, yo te pido que me ames sin decir palabra alguna y tú comprendes mis sensaciones. En la comunión de nuestras almas, nace el fuego. Son nuestras cinturas un solo movimiento.

Después de algunas horas de siluetas confundidas, al romper un hilo de luz lunar la noche calurosa, vislumbro sombras de humo evaporándose de tu cuerpo aún hirviendo. Te acercas a mí para dormir mejor.

Descansando junto a mí en pacífico silencio, tu cuerpo dócil sabe que ya no es tuyo, y mi pecho agitado sabe de sobra, que eres mía.

agosto 08, 2006

SOLEDAD...

A solas, mientras camino, los pensamientos suelen ser terribles, como añoro aquellos días, la risa, la pasión desmedida, el agua, el mar, la montaña, el vivir una vida libre, despreocupada, tan llena de dicha, sin tener que pasar por el filtro de la angustia y la desesperación, maldición, a veces me pregunto si alguna vez podré regresar ala fuente y poder terminar mis días con esa calma. Ahora siento que los días corren uno tras otro, al igual que los minutos, lentos, parsimoniosos y decadentes, será que he dejado ir la oportunidad de gozar la vida sin preocupaciones y que ahora, después de haber mordido la manzana de la discordia, me toque sufrir la mundanidad al cien por ciento. A veces lo llego a pensar y me siento un tanto ansioso, con temor a lo que aún no llega, tirando de la cuerda a cada día.



Siento que el día final está cada vez más cerca y como he dicho, parece que he caído en una especie de letargo y que ahora solo me toca esperar, arrodillado, con los brazos vencidos, cabizbajo, mientras una gota escurre por mi mejilla y mi mente estructura arquetipos indomables acerca de lo que pudo ser y se detiene frente a un solo pensamiento… el final, ¿estará cerca?


Alguna vez alguien me cuestionó acerca de mi postura hacia la vida; me preguntó a quema ropa si me consideraba un triunfador o un perdedor, hablando acerca de logros y metas en la vida, obviamente no contesté con algo que él esperara, simplemente le dije que ni triunfador ni vencido, sino una especie de híbrido, alguien que tras haber conseguido grandes hazañas, también había probado el puño de la vida y que por ende no podría situarse en un cierto lugar de la balanza… que con el paso de la vida y tras un profundo reflexionar acerca de los sucesos más trillados e infortunados, aún no me había quitado la vida y que el reflexionar sobre os momentos de felicidad no era necesario, pues esos no requieren de mayor explicación, son dogmas de la vida…

Ahora bien, enfaticé en este profundo sentir que me atormentaba y que no me dejaba ni dormir, que tras cerrar los ojos por un instante, venían a mí las más terribles sensaciones… sin embargo me comentaba que me hacía falta probar las mieles del amor. Tonto le llamé, pues ignoraba que so lo he experimentado muchas veces, y la carne también era algo que conocía a un alto grado, pero lo que no pude evadir, fue el tratar de desenmarañar el por qué después de un momento tan “mágico”, venía un maldito sentimiento de culpa, de desprecio, de no querer estar más con la persona y salir huyendo de ahí lo más pronto posible… creo que nunca voy a poder liberarme, es acaso la culpa que he de purgar, o simplemente, mientras caigo en el pozo profundo no he podido reaccionar y sujetarme de una de las tantas superficies y poder quedarme ahí, oscilando sin seguir cayendo, no no no, no puede ser, me descubre entonces la duda acerca de si tendré entonces la capacidad de reaccionar durante ésta, mi caída y poder sujetarme de algo para no seguir cayendo. Creo entonces haber descubierto a prueba y error, el verdadero trasfondo de los sistemas a los que estoy sujeto, todos son a final de cuentas, una mera explicación de la caída de cada individuo y de cómo, si es que logró sujetarse para no seguir cayendo…


agosto 06, 2006

SOY ESTO O NO EN TU VIDA


Parado en la arena inmensa de tus ojos cafés, frente al mar, contemplo el misterioso oleaje. Ondas de luz danzan alegres en la superficie y gaviotas grisáceas sonríen saludando a los barcos en la lejanía. De repente la playa se engrandece, a cada instante, las aguas se alejan de mi, paulatinamente, y la arena se va abriendo paso a través de la humedad salina. Las olas invierten su rumbo. A sólo pasos de mis pies empieza el mar y el océano va a reventar donde termina el atardecer. Las gaviotas caen en picada al agua, arrastradas por una fuerza cósmica. No vuelven a salir más. Barcos enormes naufragan en la tormenta repentina. Un remolino al final del horizonte succiona el cielo como un trapo. Veo al sol caer rodando en aquel ombligo infinito que no perdona. Las nubes alzan fuego en llamas violáceas, y un olor a azufre me inunda los pulmones. El viento me arrastra volando encima del caos. Miro un instante el paisaje deformado, y caigo también en aquel túnel en medio de la nada. Un delfín azul pasa a mi lado. No logro sostenerme de tus pestañas. Salgo de tus ojos tristes y caigo rodando por tu mejilla. Maldición, que mal día para salir.

SOBRE UNA CIVILIZACIÓN EXHAUSTA. E.M. Cioran

Tomado del libro: La Tentación de Existir (La tentation d'exister – 1972 ) de E. M. Cioran.

Por favor no me juzguen por acercar un poco de sentido a este blog, que de por sí carece de él…

Sobre una civilización exhausta

El que pertenece orgánicamente a una civilización no sabría identificar la naturaleza del mal que la mina. Su diagnóstico apenas cuenta; el juicio que formula sobre ella le concierne; la trata con miramientos por egoísmo.

Más despegado, más libre, el recién llegado la examina sin cálculo y capta mejor sus desfallecimientos. Si está perdida, él aceptará la necesidad de perderse también, de constatar sobre ella y sobre sí mismo los afectos del fatum. En cuanto a remedios, ni posee ni propone ninguno. Como sabe que no se puede curar el destino, no se erige como saludador de nadie. Su única ambición: estar a la altura de lo Incurable...

Ante la acumulación de sus éxitos, los países de Occidente no necesitaron mucho trabajo para exaltar la historia, para atribuirle una significación y una finalidad. Les pertenecía, eran sus agentes: debía pues seguir una marcha racional... De este modo, la colocaron alternativamente bajo el patronazgo de la Providencia, de la Razón y del Progreso. El sentido de la fatalidad les faltaba; comenzaron finalmente a adquirirlo, aterrados por la ausencia que les acecha, por la perspectiva de su eclipse. De ser sujetos han pasado a objetos, desposeídos para siempre de esa irradiación, de esa admirable megalomanía, que hasta ahora los había cerrado a lo irreparable. Son hoy tan conscientes de esto, que miden la estupidez de un espíritu por su grado de apego a los acontecimientos. ¿Qué hay de más normal, dado que los acontecimientos pasan en otra parte? Uno no se sacrifica más que si conserva la iniciativa. Pero por poco que se guarde el recuerdo de una antigua supremacía, aún se sueña con sobresalir, aunque no sea no más que en el azoro.

Francia, Inglaterra, Alemania, tienen su período de expansión y de locura tras ellas. Es el fin de lo insensato, el comienzo de las guerras defensivas. Ya no más aventuras colectivas, no más ciudadanos, sino individuos lívidos y desengañados, capaces todavía de responder a una utopía, a condición, sin embargo, de que venga de fuera, y de que no deba tomarse la molestia de concebirla. Si antaño morían por el sinsentido de la gloria, ahora se abandonan a un frenesí reivindicador; la «felicidad» les tienta; es su último prejuicio, del cual ese pecado de optimismo que es el marxismo toma su energía. Cegarse, servir, entregarse al ridículo o a la estupidez de una causa, otras tantas extravagancias de las que ya no son capaces. Cuando una nación comienza a deslucirse, se orienta hacia la condición de masa. Aunque dispusiese de mil Napoleones seguiría rehusándose a comprometer su reposo o el de los otros. Con reflejos claudicantes, ¿a quién aterrorizar y cómo? Si todos los pueblos estuviesen en el mismo grada de fosilización o de cobardía se entenderían fácilmente: sucedería a la inseguridad la permanencia de un pacto de cobardes... Apostar a la desaparición de los instintos guerreros, creer en la generalización de la decrepitud o del idilio, el ver lejos, demasiado lejos: la utopía es presbicia de los pueblos viejos. Los pueblos jóvenes, a los que repugna buscarse la escapatoria de una ilusión, ven las cosas bajo el prisma de la acción: su perspectiva es proporcionada a sus empresas. Sacrifican la comodidad a la aventura, la dicha a la eficacia, y no admiten la legitimidad de ideas contradictorias, la coexistencia dc posiciones antinómicas: ¿qué otra cosa quieren sino disminuir nuestras inquietudes por medio de... el terror y revigorizarnos triturándonos? Todos sus éxitos les vienen de su salvajismo, pues lo que cuenta en ellos no son sus sueños, sino sus impulsos. ¿Que se inclinan a una ideología? Aviva su furor, hace valer su trasfondo bárbaro y les mantiene despiertos. Cuando los pueblos viejos adoptan una, les embota, mientras les dispensa esa pizca de fiebre que les permite creerse vivos de algún modo: ligero empujón de lo ilusorio...

Una civilización no existe ni se afirma más que por actos de provocación. ¿Que comienza a sentar cabeza? Entonces, se pulveriza. Sus momentos son momentos temibles, durante los cuales, lejos de almacenar sus fuerzas, las prodiga. Ávida de extenuarse, Francia se atareó en derrochar las suyas; lo consiguió, ayudada por su orgullo, su celo agresivo (¿acaso no ha hecho, en mil años más guerras que ningún otro país?). Pese a su sentido del equilibrio ‑incluso sus excesos fueron felices‑ no podía acceder a la supremacía más que con detrimento de su sustancia. Agotarse: hizo de ello cuestión de honor. Enamorada de la fórmula, de la idea explosiva, del estrépito ideológico, puso su genio y su vanidad al servicio de todos los acontecimientos ocurridos en estos diez últimos siglos. Y, tras haber sido la vedette, hela aquí resignada, temerosa, rumiando pesares y aprehensiones y descansando de su esplendor, de su pasado. Huye de su rostro, tiembla delante del espejo... Las arrugas de una nación son tan visibles como las de un individuo.

Cuando se ha hecho una gran revolución, ya no se hace estallar otra de la misma importancia. Si se ha sido durante largo tiempo árbitro del gusto, una vez perdido el puesto ni siquiera se trata de reconquistarlo. Cuando se desea el anonimato, se harta uno de servir de modelo, de ser seguido e imitado: ¿de qué sirve mantener todavía la fachada para entregarse al universo?

Francia conoce demasiado bien estas perogrulladas como para repetírselas. Nación del gesto, nación teatral, gustaba tanto de su papel como su público. Pero ya está harta, quiere retirarse del escenario, y no aspira más que a los decorados del olvido.

De que ha gastado su inspiración y sus dones no cabe duda, pero sería injusto reprochárselo: tanto daría acusarla de haberse realizado cumplidamente. Las virtudes que hacían de ella una nación privilegiada las ha embotado, a fuerza de cultivarlas, de hacerlas valer, y no es por falta de ejercicio por lo que sus talentos palidecen hoy y se borran. Si el ideal del bien‑vivir (manía de las épocas declinantes) la acapara, la obsesiona, la solicita únicamente, es que ya no es más que un hombre para una totalidad de individuos, una sociedad más bien que una voluntad histórica. Su asco por sus antiguas ambiciones de universalidad y de omnipresencia alcanza tales proporciones que sólo un milagro puede salvarla de un destino provinciano.

Desde que ha abandonado sus designios de dominio y conquista, la murria, hastío generalizado, la mina. Azote de las naciones en franca defensiva, devasta su vitalidad; mejor que precaverse de ella, la sufren y se habitúan hasta el punto de no poder pasarse sin ella. Entre la vida y la muerte, encontrarán siempre suficiente espacio para escamotear una y otra, para evitar vivir y para evitar morir. Caídas en una catalepsia, soñando con un statu quo eterno, ¿cómo reaccionarán contra la oscuridad que las asedia, contra el avance de las civilizaciones opacas?

Si queremos saber lo que ha sido un pueblo y por qué es indigno de su pasado, no tenemos más que examinar las figuras que más lo marcaron. Lo que fue Inglaterra, los retratos de sus grandes hombres lo dicen suficientemente. ¡Qué arrobo contemplar, en la National Gallery, esas cabezas viriles, a veces delicadas, la más a menudo monstruosas, la energía que se desprende de ellas, la originalidad de los rasgos, la arrogancia y la solidez de la mirada! Después, al pensar en la timidez en el buen sentido, en la corrección de los ingleses de hoy, comprendemos porqué no saben ya interpretar a Shakespeare, porqué lo vuelven soso y lo emasculan. Están tan alejados de él como deberían estarlo de Esquilo los griegos tardíos. Ya no hay nada de isabelismo en ellos: emplean lo que les queda de «carácter» en salvar las apariencias, en cuidar la fachada. Siempre se paga caro haber tomado la «civilización» en serio, haberla asimilado excesivamente.

Quién ayuda a la formación de un imperio? Los aventureros, los brutos los bribones, todos los que carecen del prejuicio del «hombre». Al salir de la Edad Media, Inglaterra, desbordante de vida, era feroz y triste; ninguna preocupación de honorabilidad venía a turbar su afán de expansión. Emanaba de ella esa melancolía de la fuerza tan característica de los personajes shakesperianos. Pensemos en Hamlet, ese pirata soñador: sus dudas no alteran su fogosidad: nada hay en él de la debilidad de un razonador. ¿Sus escrúpulos? Los crea por derroche de energía, por gusto del éxito, por la tensión de una voluntad inagotablemente enferma. Nadie fue más liberal, más generoso con sus propios tormentos, ni los prodigó tanto. ¡Lujuriantes ansiedades! ¿cómo los ingleses actuales se alzarían hasta ellas? Por lo demás, tampoco lo pretenden. Su ideal es el hombre como es debido: se acercan a él peligrosamente. Aquí tenemos a la única nación, poco más o menos, que en un universo desmelenado se obstina todavía en tener «estilo». La ausencia de vulgaridad toma allí dimensiones alarmantes: ser impersonal constituye un imperativo, hacer bostezar al otro, una ley. A fuerza de distinción y de sosería. El inglés se hace más y más impenetrable y desconcierta por el misterio que se le supone a despecho de la evidencia.

Reaccionando contra su propio fundamento, contra sus maneras de antaño, minado por la prudencia y la modestia, se ha forjado un comportamiento, una regla de conducta que debía apartarla de su genio. ¿Dónde están sus manifestaciones de descaro y de soberbia, sus desafíos, sus arrogancias de antaño? El romanticismo fue el último sobresalto de su orgullo. Después, circunspecto y virtuoso, permite que se desperdigue la herencia de cinismo y de insolencia de la que se le suponía tan orgulloso. En vano se buscarían las huellas del bárbaro que fue: todos sus instintos están yugulados por su decencia. En lugar de azotarle, de estimular sus locuras, sus filósofos le han empujado hacia el callejón sin salida de la felicidad. Decidido a ser feliz, acaba por serlo. Y de su felicidad, exenta de plenitud, de riesgo, de toda sugestión trágica, ha hecho esa mediocridad envolvente de la que gozará para siempre. ¿Hay que asombrarse de que se haya convertido en el personaje que imitó el norte, un modelo, un ideal para vikingos marchitos? Mientras era poderoso, se le detestaba y se le temía; ahora, se le comprende; pronto se le amará... Ya no es una pesadilla para nadie. Se prohíbe el exceso y el delirio, se ve en ellos una aberración o una descortesía. ¡Qué contraste entre sus antiguos desbordamientos y la sabiduría que hoy frecuenta! Sólo a precio de grandes abdicaciones llega un pueblo a ser normal.

«Si el sol y la luna se pusiesen a dudar, se apagarían de inmediato» (Blake). Europa duda desde hace mucho..., si su eclipse nos turba Americanos y Rusos lo contemplan, ora con serenidad, ora con alegría.

América se yergue ante el mundo como una nada impetuosa, como una fatalidad sin sustancia. Nada la preparaba para la hegemonía; tiende, sin embargo, hacia ella, no sin alguna vacilación. Al revés que otras naciones, que tuvieron que pasar por toda una serie de humillaciones y derrotas, no ha conocido hasta ahora más que la esterilidad de una suerte ininterrumpida. Si, en lo futuro, todo le sale igual de bien su aparición habrá sido un accidente sin trascendencia. Los que presiden sus destinos, los que se toman a pecho sus intereses, deberían prepararla malos días; para dejar de ser monstruo superficial, una prueba de envergadura le es necesaria. Quizá no está ya lejos. Tras haber vivido hasta ahora fuera del infierno, se dispone a descender a él. Si se busca un destino, lo encontrará más que en la ruina de todo lo que fue su razón de ser.

En lo que respecta a Rusia no se puede examinar su pasado sin experimentar un estremecimiento un espanto de calidad. Pasado sordo, lleno de espera, de ansiedad subterránea, pasado de topos iluminados. La irrupción de los rusos hará temblar a las naciones; por el momento, han introducido ya el absoluto en política. Es el desafío que arrojan a una humanidad recomida de dudas y a la que no dejarán de dar el golpe dc gracia. Si nosotros ya no tenemos alma, ellos tienen para dar y tomar. Cerca de sus orígenes, de ese universo afectivo en el que el espíritu se adhiere aún al suelo, a la sangre, a la carne, ellos sienten lo que piensan; sus verdades, como sus errores, son sensaciones, estimulantes, actos. De hecho, no piensan: estallan. Todavía en el estadio en que la inteligencia no atenúa ni disuelve las obsesiones, ignoran los efectos nocivos de la reflexión, como son puntos extremos de la conciencia en que ésta se convierte en factor de desarraigamiento y de anemia. Pueden, pues, arrancar tranquilamente. ¿Con qué tienen que enfrentarse, más que con un mundo linfático? Nada ante ellos, nada vivo con lo que puedan chocar, ningún obstáculo: ¿acaso no fue uno de ellos quien fue el primero en emplear, en pleno siglo XIX, la palabra «cementerio», a propósito de Occidente? Pronto llegarán en masa para visitar su carroña. Sus pasos son ya perceptibles para los oídos delicados. ¿Quién podría oponer, a sus supersticiones en marcha, aunque no fuera más que un simulacro de certeza?

Desde el siglo de las Luces, Europa no ha dejado de zapar sus ídolos en nombre de la idea de tolerancia; al menos, mientras era poderosa, creía en esa idea y peleaba en su defensa. Sus mismas dudas no eran sino convicciones disfrazadas; como atestiguaban su fuerza, tenía el derecho de reclamarse de ellas y el medio de infligirlas; ahora ya no son más que síntomas de enervamiento, vagos sobresaltos de instinto atrofiado.

La destrucción de los ídolos arrastra la de los prejuicios. Pues bien, los prejuicios ‑aficiones orgánicas de una civilización‑ aseguran su duración y conservan su fisonomía. Debe respetarlos, si no todos, por lo menos los que le son propios y los cuales, en el pasado, tenían para ella la importancia de una superstición o un rito. Si los tiene por puras convenciones, se desprenderá de ellos más y más, sin poder reemplazarlos por sus propios medios, ¿Que dedicó un culto al capricho, a la libertad, al individuo? Conformismo de buena ley. Que cese de plegarse a él y capricho, libertad e individuo se convertirán en letra muerta.

Un mínimo de inconsciencia es indispensable si quiere uno mantenerse en la historia. Actuar es una cosa; saber que se actúa, otra. Cuando la clarividencia informa el acto se deshace y, con él, el prejuicio, cuya función consiste precisamente en subordinar, en someter la conciencia al acto. Quien desenmascara sus ficciones, renuncia a sus resortes y como a sí mismo. También aceptará otros que le negarán, porque no habrán surgido de su propio fondo. Ninguna persona preocupada por su equilibrio debería ir más allá de un cierto grado de lucidez y análisis. ¡Cuánto más cierto es esto de una civilización, que se tambalea a poco que denuncie los errores que permitieron su crecimiento y su brillo, por poco que ponga en cuestión sus verdades!

No se abusa sin riesgo de la facultad de dudar. Cuando cl escéptico no extrae de sus problemas y sus interrogaciones ninguna virtud activa, se aproxima a su desenlace, ¿qué digo? lo busca, corre hacia él: ¡que otro zanje sus incertidumbres, que otro le ayude a sucumbir! No sabiendo qué uso hacer de sus inquietudes y de su libertad, piensa con nostalgia en el verdugo, incluso le llama. Los que no han encontrado respuesta a nada soportan mejor los efectos de la tiranía que los que han encontrado respuesta a todo. Y así sucede que, para morir, los diletantes arman menos jaleo que los fanáticos. Durante la Revolución, más de uno de los primeros afrontó el cadalso con la sonrisa en los labios; cuando llegó el turno de los jacobinos subieron a él preocupados y sombríos: morían en nombre de una verdad, de un prejuicio. Hoy, miremos hacia donde miremos, no vemos más que sucedáneos de verdad, de prejuicio; aquellos a los que falta hasta ese sucedáneo, parecen más serenos, pero su sonrisa es maquinal: un pobre, un último reflejo de elegancia...

Ni rusos ni americanos estaban lo bastante maduros, ni intelectualmente lo bastante corrompidos para «salvar» a Europa o rehabilitar su decadencia. Los alemanes, contaminados de otro modo, hubieran podido prestarle un simulacro de duración, un tinte de porvenir. Pero, imperialistas en nombre de un sueño obtuso y de una ideología hostil a todos los valores surgidos en el Renacimiento, debían cumplir su misión al revés y echarlo a perder todo para siempre. Llamados a regir el continente, a darle una apariencia de ímpetu, aunque no fuera más que por unas cuantas generaciones (el siglo XX hubiera debido ser alemán, en el sentido en que el XVIII fue francés), se le arreglaron tan torpemente que apresuraron su desastre. No contentos de haberlo zarandeado y puesto patas arriba, se lo regalaron, además, a Rusia y América, pues es para éstas para quien supieron tan bien guerrear y hundirse. De este modo, héroes por cuenta de otros, autores de un trágico zafarrancho, han fracasado en su tarea, en su verdadero papel. Después de haber meditado y elaborado los temas del mundo moderno, y producido a Hegel y Marx, hubiera sido su deber ponerse al servicio de una idea universal, no de una visión de tribu. Y, sin embargo, esta misma visión, por grotesca que fuese, testimoniaba a su favor ¿acaso no revelaba que sólo ellos, en Occidente, conservaban algunos restos de barbarie, y que eran todavía capaces de un gran designio o de una vigorosa insanía? Pero ahora sabemos que no tienen ya el deseo ni la capacidad de precipitarse hacia nuevas aventuras, que su orgullo, al haber perdido su lozanía, se debilita como ellos, y que, ganados a su vez por el encanto del abandono, aportarán su modesta contribución al fracaso general.

Tal cual es, Occidente no subsistirá indefinidamente: se prepara para su fin, no sin conocer un período de sorpresas ... Pensemos en lo que ocurrió entre los siglos V y X. Una crisis mucho más grave le espera; otro estilo se dibujará, se formarán pueblos nuevos. Por el momento, afrontemos el caos. La mayoría ya se resigna a él. Invocando la historia con la idea de sucumbir a ella, abdicando en nombre del futuro, sueñan, por necesidad de esperar contra sí mismos, con verse remozados, pisoteados, «salvados»... Un sentimiento semejante había llevado a la antigüedad a ese suicidio que era la promesa cristiana.

El intelectual fatigado resume las deformidades y los vicios de un mundo a la deriva. No actúa: padece; si se vuelve hacia la idea de tolerancia, no encuentra en ella el excitante que necesita. Es el terror quien se lo proporciona, lo mismo que las doctrinas de las que es desenlace. ¿Que él es la primera víctima? No se quejará. Sólo le sucede la fuerza que le tritura. Querer ser libre es querer ser uno mismo; pero él ya está harto de ser él mismo, de caminar en lo incierto, de errar a través de las verdades. «Ponedme las cadenas de la Ilusión», suspira, mientras dice adiós a las peregrinaciones del Conocimiento. Así se lanzará de cabeza en cualquier mitología que le asegure la protección y la paz del yugo. Declinando el honor de asumir sus propias ansiedades, se comprometerá en empresas de las que obtendrá sensaciones que no sabría conseguir de sí mismo, de suerte que los excesos de su cansancio reforzarán las tiranías. Iglesias, ideologías, policías, buscad su origen en el horror que alimenta por su propia lucidez mejor que en la estupidez de las masas. Este aborto se transforma, en nombre de una utopía de pacotilla, en enterrador del intelecto y, persuadido de hacer un trabajo útil, prostituye el «estupidizaos», divisa trágica de un solitario.

Iconoclasta despechado, de vuelta de la paradoja y de la provocación, en busca de la impersonalidad y de la rutina, semi‑prosternado, maduro para el tópico, abdica de su singularidad y se une de nuevo a la turba. Ya no tiene nada que derribar, más que a sí mismo: último ídolo para combatir... Sus propios restos le atraen. Mientras los contempla, modela la figura de nuevos dioses o yergue de nuevo los antiguos, bautizándolos con un nuevo nombre. A falta de poder mantener todavía la dignidad de ser difícil, cada vez menos inclinado a sopesar las verdades, se contenta con las que se le ofrecen. Subproducto de su yo, va demoledor reblandecido‑ a reptar ante los altares o lo que ocupe su lugar. En el templo o en el mitin, su sitio está donde se canta, donde se tapa la voz, ya no se oye. ¿Parodia de creencia? Poco le importa, ya que él tampoco aspira a nada más que a desistir de sí mismo. ¡Su filosofía desemboca en un estribillo, su orgullo se hunde en un Hosanna!

Seamos justos: en el punto en que están las cosas ¿qué otra cosa podría hacer? El encanto y la Originalidad de Europa residen en la acuidad de su espíritu crítico, en su escepticismo militante, agresivo; este escepticismo ha concluido su época. De este modo el intelectual, frustrado de sus dudas, se busca las compensaciones del dogma. Llegado a los confines del análisis, aterrado de la nada que allí descubre, vuelve sobre sus pasos e intenta agarrarse a la primera certidumbre que pasa; pero le falta ingenuidad para adherirse a ella plenamente; a partir de entonces, fanático sin convicciones, ya no es más que un ideólogo, un pensador híbrido, como se encuentran en todos los períodos de transición. Participando de dos estilos diferentes es, por la forma de su inteligencia, tributario de lo que desaparece, y, por las ideas que defiende, de lo que se perfila. A fin de comprenderle mejor, imaginémonos un San Agustín convertido a medias, flotando y zigzagueando, y que no hubiera tomado del cristianismo más que el odio al mundo antiguo. ¿Acaso no estamos en una época simétrica de la que vio nacer La Ciudad de Dios? Difícilmente puede concebirse libro más actual. Hoy como entonces, los espíritus necesitan una verdad sencilla, una respuesta que los libre de sus interrogantes, un evangelio, una tumba.

Los momentos de refinamiento recelan un principio de muerte: nada más frágil que la sutileza. El abuso de ella lleva a los catecismos, conclusión de los juegos dialécticos, debilitamiento de un intelecto al que el instinto ya no asiste. La filosofía antigua, enmarañada en sus escrúpulos, había pese a ella misma abierto el camino a los simplismos barriobajeros; las sectas religiosas proliferaban; a las escuelas sucedieron los cultos. Una derrota análoga nos amenaza: ya hacen estragos las ideologías, mitologías degradadas que van a reducirnos, a anularnos. El fasto de nuestras contradicciones no nos será posible mantenerlo ya largo tiempo. Son numerosos los que se disponen a venerar cualquier ídolo y a servir a cualquier verdad, siempre que una y otra les sean infligidas y que no deban aportar el esfuerzo de elegir su vergüenza o su desastre.

Sea cual sea el mundo futuro, los occidentales desempeñarán en él el papel de los graeculi en el imperio romano. Buscados y despreciados por el nuevo conquistador, no tendrán, para imponerse a él, más que los malabarismos de su inteligencia y el maquillaje de su pasado. Ya se distinguen en el arte de sobrevivir. Síntomas de acabamiento por doquiera: Alemania ha dado su medida en la música: ¿cómo creer que descollará en ella todavía? Ha gastado los recursos de su profundidad, como Francia los de su elegancia. Una y otra ‑y, con ellas, toda esa parte del mundo‑ están en quiebra, la más prestigiosa desde la antigüedad. Vendrá después la liquidación: perspectiva no desdeñable, respiro cuya duración no se deja evaluar fácilmente, período de facilidad en el que cada uno, ante la liberación finalmente llegada, estará feliz de tener tras de sí las torturas de la esperanza y de la espera.

En medio de sus perplejidades y sus apatías, Europa guarda, sin embargo, una convicción, sólo una, de la que por nada del mundo consentiría separarse la de tener un porvenir de víctima, de sacrificada. Firme e intratable por una vez, se cree perdida, quiere estarlo y lo está. Por otra parte ¿acaso no le han enseñado desde hace mucho que nuevas razas vendrían a reducirla y humillarla? En el momento en que parecía en pleno auge, en el siglo XVIII, el abate Galiani constataba ya que estaba en su declive y se lo anunciaba. Rousseau, por su parte, vaticinaba: «Los tártaros se convertirán en nuestros amos: esta revolución me parece infalible». Decía la verdad. Por lo que respecta al siglo siguiente, es conocida la célebre frase de Napoleón sobre los cosacos y las angustias proféticas de Tocqueville, de Michelet o de Renán. Estos presentimientos han tomado cuerpo, estas intuiciones pertenecen ahora a las pertenencias de lo vulgar. No se abdica de un día para otro: es precisa una atmósfera de retroceso cuidadosamente fomentada, una leyenda de derrota. Esta atmósfera está creada, como la leyenda. Y lo mismo que los precolombinos, preparados y resignados a sufrir la invasión de los conquistadores lejanos, debían resquebrajarse cuando estos llegaron, igualmente los occidentales, demasiado instruidos, demasiado penetrados de su servidumbre futura, no emprenderán, sin duda, nada para conjurarla. No tendrían, por otra parte, ni los medios ni el deseo, ni la audacia. Los cruzados, convertidos en jardineros, se han desvanecido de esa posteridad casera en la que ya no queda ninguna huella de nomadismo. Pero la historia es nostálgica del espacio y horror del hogar, sueño vagabundo y necesidad de morir lejos..., por la historia es precisamente lo que ya no vemos en torno nuestro.

Existe una saciedad que instiga al descubrimiento, a la invención de mitos, mentiras instigadoras dc acciones: es ardor insatisfecho, entusiasmo mórbido que se transforma en sano en cuanto se fija en un objetivo existe otra que disociando al espíritu de sus poderes y a la vida de sus resurtes, empobrece y reseca. Hipóstasis caricaturesca del hastío, deshace los mitos o falsea su empleo. Una enfermedad, en resumen. Quien quiera conocer sus síntomas y su gravedad, se equivocaría en ir a buscarlos lejos: que se observe a sí mismo, que descubra hasta qué punto de Oeste le ha marcado ...

Si la fuerza es contagiosa, la debilidad no lo es menos: tiene sus atractivos; no es fácil resistírsele. Cuando los débiles son legión, os encantan os aplastan: ¿cómo luchar contra un continente de abúlicos? Dado que el mal de la voluntad es además agradable, uno se entrega a él gustoso. Nada más dulce que arrastrarse al margen de los acontecimientos; y nada más razonable. Pero sin una fuerte dosis de demencia, no hay iniciativa alguna, ni empresa, ni gesto. La razón: herrumbre de nuestra vitalidad. Es el loco que hay en nosotros el que nos obliga a la aventura; si nos abandona, estamos perdidos: todo de ende de él, incluso nuestra vida vegetativa; es él quien nos invita a respirar, quien nos fuerza a ello, y es también él quien empuja a la sangre a pasearse por nuestras venas. ¡Si se retira, nos quedamos solos! No se puede ser normal y vivo a la vez. Si me mantengo en posición vertical y me dispongo a ocupar el instante venidero, si, en suma, concibo un futuro, es a causa de un afortunado desarreglo de mi espíritu. Subsisto y actúo en la medida en que desvarío, en que llevo a bien mis divagaciones. En cuanto me vuelvo sensato, todo me intimida: me deslizo hacia la ausencia, hacia manantiales que no se dignan afluir, hacia esa postración que la vida debió conocer antes de concebir el movimiento, accedo a fuerza de cobardía al fondo de las cosas, completamente arrinconado hacia un abismo en el que nada puedo hacer, ya que me aísla del futuro. Un individuo, tal como un pueblo o un continente, se extingue cuando le repugnan los designios y los actos irreflexivos, cuando, en lugar de arriesgarse, y precipitarse hacia el ser, se refugia en él, retrocede a él: ¡metafísica de la regresión, del más acá, retroceso hacia lo primordial! En su terrible ponderación, Europa se rechaza a sí misma, el recuerdo de sus impertinencias y sus bravatas, y hasta esa pasión de lo inevitable último honor de la derrota. Refractaria a toda forma de exceso, a toda forma de vida, deliberará siempre, incluso después de haber dejado de existir: ¿acaso no hace ya el efecto de un conciliábulo de espectros?

Recuerdo a un pobre diablo que, todavía acostado a una hora avanzada de la mañana, se dirigía a si mismo, en un tono imperativo: «¡Quiere! ¡Quiere!». La comedia se repetía todos los días: se imponía una tarea que no podía cumplir. Por lo menos, actuando contra el fantasma que era, despreciaba las delicias de su letargia. No podría decirse otro tanto de Europa: habiendo descubierto, en el límite de sus esfuerzos, el reino del no‑querer, se llena de júbilo, porque ahora sabe que su pérdida encubre un principio de voluptuosidad y se propone aprovecharse de él. El abandono la embriaga y la colma. ¿Que el tiempo continúa fluyendo? Ella no se alarma; que se ocupen los otros; es asunto suyo: no adivinan qué alivio puede hallarse en arrellanarse en un presente que no conduce a ninguna parte ...

Vivir aquí es la muerte; en otra parte el suicidio. ¿A dónde ir? La única parte del planeta en que la existencia parecía tener alguna justificación ha sido alcanzada por la gangrena. Estos pueblos archicivilizados son nuestros proveedores de desesperación. Para desesperarse basta, en efecto, mirarles, observar los procesos de su espíritu y la indigencia de sus apetencias menguadas y casi apagadas. Después de haber pecado durante tan largo tiempo contra su origen y desdeñado al salvaje y la horda ‑su punto de partida‑, forzoso le es constatar que ya no hay en ellos una sola gota de sangre huna.

El historiador antiguo que decía de Roma que no podía soportar ni sus vicios ni los remedios para éstos, más que definir su época, anticipaba la nuestra. Grande era, sin duda, la fatiga del Imperio, pero, desordenada e inventiva, sabía todavía, como contrapartida, cultivar el Cinismo, el fasto y la ferocidad, mientras que la que ahora contemplamos no posee, en su rigurosa mediocridad, ninguno de los prestigios que ilusionan. Demasiado flagrante, demasiado cierta, evoca un mal cuyo ineluctable automatismo tranquilizase paradójicamente al paciente y al médico: agonía en la forma correcta y debida, exacta como un contrato, agonía estipulada, sin caprichos ni desgarramientos, a la medida de pueblos que, no contentos con haber rechazado los perjuicios que estimulan la vida, rechazan además el que la justifica y la funda: el prejuicio del porvenir.

¡Entrada colectiva en la vacuidad! Pero no nos engañemos: esta vacuidad, completamente diferente de la que el budismo califica de «sede de la verdad», no es ni realizamiento ni liberación, ni positividad expresada en términos negativos, ni tampoco esfuerzo de meditación, voluntad de despojamiento y de desnudez, conquista de salvación, sino deslizamiento sin nobleza y sin pasión. Originada por una metafísica anémica, no sabría ser la recompensa de una investigación o el coronamiento de una inquietud. El Oriente avanza hacia la suya florece en ella y triunfa, mientras que nosotros nos enfangamos en la nuestra y perdemos, en ella, nuestros últimos recursos. Decididamente, todo se degrada y se corrompe en nuestras conciencias: incluso el vacío es en ellas impuro.

Tantas conquistas, adquisiciones, ideas, ¿dónde se perpetuarán? ¿En Rusia? ¿En América del Norte? Una y otra han sacado ya las consecuencias de lo peor de Europa... ¿América Latina? ¿África del Sur? ¿Australia? Parece que es por este lado por donde debe esperarse el relevo. Relevo caricaturesco.

El futuro pertenece a las barriadas periféricas del globo.

Si, en el orden del espíritu, queremos ponderar los éxitos desde el Renacimiento hasta nosotros, los de la filosofía no nos entretendrán, pues la filosofía occidental en nada prevalece sobre la griega, la hindú o la china. Todo lo más vale tanto como ellas en algunos puntos. Como no representa mas que una variedad del esfuerzo filosófico en general podría uno en rigor, pasarse sin ella y oponerle las meditaciones de un Sankara, de un Lao‑tsé, de un Platón. No sucede lo mismo con la música, esa gran excusa del mundo moderno, fenómeno sin paralelo en ninguna otra tradición: ¿dónde encontrar en otra parte el equivalente de un Monteverdi, de un Bach, de un Mozart? Gracias a ella, Occidente revela su fisonomía y alcanza su profundidad. Si bien no ha creado ni una sabiduría ni una metafísica que le fueran absolutamente propias, ni siquiera una poesía de la que pueda decirse que es incomparable, ha proyectado como contrapartida, en sus producciones musicales, toda su fuerza de originalidad, su sutileza, su misterio y su capacidad de lo inefable. Ha podido amar la razón hasta la perversidad; su verdadero genio fue, sin embargo, un genio afectivo. ¿El mal que más le honra? La hipertrofia del alma.

Sin la música no hubiera producido más que un estilo vulgar de civilización, previsto... Cuando presente su balance, sólo ella testimoniará que no se ha derrochado en vano, que había verdaderamente algo que perder.

A veces, le sucede al hombre el escaparse de las persecuciones del deseo, de la tiranía del instinto de conservación. Halagado por la perspectiva de decaer, zapa su voluntad, se ejerce en la apatía, se yergue contra sí mismo y llama en su auxilio a su genio malo. Atareado, presa de mil actividades que lo dañan, descubre un dinamismo cuyo atractivo no había sospechado, el dinamismo de la descomposición. Se siente muy orgulloso: por fin va a poder renovarse a sus expensas.

En lo más íntimo de los individuos, como de las colectividades, habita una energía destructora que les permite desplomarse con cierto brío: ¡exaltación ácida, euforia del aniquilamiento! Entregándose a él, esperan, sin duda, curarse de esa enfermedad que es la conciencia. De hecho, todo estado consciente nos desazona, nos extenúa, conspira en nuestro desgaste; cuanto más dominio adquiere sobre nosotros, más nos gustaría reintegrarnos a la noche que precedía nuestras vigilias, hundirnos en la modorra que precedía a las maquinaciones, al atentado del Yo. Aspiración de espíritus exhaustos y que explica por qué, en ciertas épocas, el individuo, exasperado de tropezar siempre consigo mismo, de remachar su diferencia, se vuelve hacia esos tiempos en los que, unido con el mundo, no había abandonado todavía a los restantes seres ni degenerado en hombre. Avidez y horror de la conciencia, la historia traduce juntamente el deseo de un animal lisiado de cumplir su vocación y el temor de lograrlo. Temor justificado: ¡qué desgracia le espera al final de su aventura! ¿Acaso no vivimos en uno de esos momentos en los que, sobre un espacio dado, nos hace asistir a su última metamorfosis?

Cuando paso revista a los méritos de Europa, me enternezco con ella y me reprocho hablar mal de ella; si, por el contrario, enumero sus desfallecimientos, la rabia me estremece. Me gustaría entonces que se dislocase lo antes posible y que su recuerdo desapareciese. Pero, otras veces, evocando sus títulos y sus vergüenzas, no sé de qué lado inclinarme: la amo con pesar, la amo con ferocidad, y no le perdono haberme forzado a sentimientos entre los que no me está permitido elegir. ¡Si al menos pudiera contemplar con indiferencia la delicadeza, los prestigios de sus llagas! Como un juego, he aspirado a hundirme con ella y he sido atrapado por el juego. Ningún esfuerzo me parece demasiado grande para apropiarme esa gracia que fue suya y de la que aún conserva algunos vestigios, para revivirla, para perpetuar su secreto.

¡Vano intento! ‑Un hombre de las cavernas embarazado por los encajes...

El espíritu es un vampiro. ¿Que ataca a una civilización? La deja postrada, deshecha, sin aliento, sin el equivalente espiritual de la sangre, la despoja de su sustancia, así como de ese impulso que la arrastraba a actos y escándalos de envergadura. Comprometida en un proceso de deterioro del que nada la distrae, nos ofrece la imagen de nuestros peligros y la mueca de nuestro futuro: es nuestro vacío, es nosotros; y encontramos en ella nuestras insuficiencias y nuestros vicios, nuestra voluntad insegura y nuestros instintos pulverizados. ¡El miedo que nos inspira es miedo de nosotros mismos! Y si, al igual que ella, yacemos postrados, deshechos, sin aliento, es porque hemos conocido y sufrido, nosotros también, el vampirismo del espíritu.

Aunque nunca hubiera adivinado lo irreparable, una ojeada sobre Europa hubiera bastado para darme su escalofrío. Preservándome de lo vago, justifica, atiza y halaga mis terrores, y cumple para mí la función asignada al cadáver en la meditación del monje.

En su lecho de muerte, Felipe II hizo venir a su hijo y le dijo: «He aquí dónde acaba todo, incluso la monarquía.» En la cabecera de esta Europa, no se qué voz me advierte: «He aquí dónde acaba todo, incluso la civilización».

¿De qué sirve polemizar con la nada? Ya es hora de serenarnos, de triunfar sobre la fascinación de lo peor. No todo está perdido: quedan los bárbaros. ¿De dónde surgirán? No importa. Por el momento, bástenos saber que su arrancada no se hará esperar, que mientras se preparan para festejar nuestra ruina meditan sobre los medios para volver a erguirnos, para poner punto final a nuestros raciocinios y a nuestras frases. Al humillarnos, al pisotearnos, nos prestarán la suficiente energía para ayudarnos a morir o a renacer. Que vengan a azotar nuestra palidez, a revigorizar nuestras sombras que nos traigan de nuevo la savia que nos ha abandonado. Marchitos, exangües, no podemos reaccionar contra la fatalidad: los agonizantes no se agremian ni se amotinan. ¿Cómo contar, pues, con el despertar, con las cóleras de Europa? Su suerte, y hasta sus rebeliones, se decretan en otra parte. Cansada de durar, de dialogar consigo misma, es un vacío hacia el que se movilizarán pronto las estepas... otro vacío, un vacío nuevo.

«Abêtissez vous», frase de Blas Pascal. (N. del T.).