julio 13, 2006

CRIMEN...

…de pronto la puerta se abrió de par en par dejando ver una tenue silueta, ella, bañada en sangre, aún sostenía el arma homicida.

El cuerpo yacía boca arriba con el pecho abierto, cortado con una precisión quirúrgica, los ojos aún podían voltear, la sangre brotaba a borbotones, las manos atadas no podían más que apretar los puños, las piernas, que corrían la misma suerte, temblaban acalambradas de tanto dolor; la boca murmuraba palabras de amor…

Ella no podía contener la expresión en su cara, de gusto, de placer, de gozo, de pronto se inclinó y con el más dulce sentimiento, besó los labios de aquella boca murmurante, y le dijo algo al oído: el verte así me produce una gran excitación, estoy tan húmeda que no puedo contenerme. Sin pensarlo se desnudo y se posó sobre el, con el sexo mojado comenzó a hacer un movimiento de vaivén, los gemidos podían atravesar las paredes de concreto. Por fuera de la habitación podían escucharse. Extasiada en un acto casi repulsivo tuvo el descaro de pedir más y más y con voz fuerte repetía que era bastante rico. Mientras tanto, él no podía más que hacer su mejor esfuerzo por tratar de ser complaciente. Al fin llegó el clímax y quedó sellado con un gran espasmo acompañado de una humedad que se dejó sentir por todo su sexo.

Ella se despidió con un beso en la frente y salió de la habitación como si nada hubiera sucedido, dejando tras de sí un sentimiento de tristeza en aquel casi cadáver por su partida.

Al girar la cabeza y mirar al espejo, él se pudo dar cuenta de que no era un extraño, sino por el contrario, se descubrió así mismo, quien contemplaba como ella le habría el pecho y le sacaba el corazón para estrellarlo contra el piso y arrojarlo a las fauces del olvido, que aquella arma homicida era el engaño y el hastío que ella sentía por él y que las manos en verdad no las ataba una soga, sino el profundo amor que sentía hacia ella y las piernas acalambradas no servían para escapar, pues mientras el cuerpo pedía el fin de esta tortura, el corazón pedía que se quedaran inmóviles sin correr.

Aquella boca que murmuraba no hacía más que pedir perdón por algo que no había hecho. Pero qué sucede, al llegar al clímax me doy cuenta que ese cuerpo es el mío, que todo aquel ritual no está sucediéndole a un tercero, sino a mi y no hago por huir, maldita sea la hora en que te permití empuñar el arma, maldita seas mil veces, maldita seas mientras repitas cada noche el sangriento ritual que no borra de tu cara esa expresión de jubilo y que viéndome casi cadáver, no dejas que corra y te montas sobre mi para exigirme algo que no puedo darte, maldita seas.

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