mayo 31, 2006

DE SUEÑOS DE DRAGONES, DE LLUVIAS IMPLACABLES Y DE BARCOS DE PAPEL...

Encerrada en una torre increíblemente alta una consentida princesa lloraba desconsoladamente, porque un inquieto dragón rojo volaba cazando estrellas fugaces con su hocico inmenso. Abajo, en el mundo, un ejército de verdes enanos, armados con arcos y flechas venenosas, intentaba infructuosamente derribar a la bestia. Subidos en montes, trepados en los árboles, disparaban sin alcanzarlo. Y la pobre niña, desde su solitario cuarto, lloraba y se arrancaba el rubio cabello con tristeza apasionada.

Más de repente sonó un trueno, que retumbó con ecos en cada rincón del universo. Y lo que no pudo el inútil esfuerzo de los energúmenos uniformados, lo pudo la amenaza certera de una tormenta. Con paciencia de madre primeriza, y entre roncos quejidos, la noche parió relámpagos que alumbraron por instantes su espalda escamada y tosca. Y asustado de mirar su diablesca imagen reflejada un ínfimo segundo en aquel imprevisto rayo plateado, huyó despavorido hacia su cueva sulfúrica labrada en la silueta de algún lejano planeta. Aliviada, la princesa contuvo el llanto entre gemidos y sonrió ingenuamente.

En su huida, sin embargo, el monstruo descuidado había botado la luna con un aletazo de su enorme cola, y esta cayó rodando valle abajo como una enorme esfera de fuego. De repente todo se hizo oscuro. Se apagaron hasta las últimas estrellas. Y tembló la incólume torre infinita. En la confusión del apocalipsis inesperado, la desolada princesa se colgó una soga al cuello y se lanzó al vacío desde lo alto. Al unísono con el agudo grito suicida, las nubes se esparcieron como una herida sangrienta sobre el cielo nocturno. Los enanos envilecidos se mataron entre sí en una orgía de violencia. Y con la lentitud de lo previsible, reventó el temporal anunciado.

...

Sonó el teléfono y desperté asustado de mi siesta. Eras tú. Y al mirar por mi ventana, en mi superstición involuntaria, descubrí un inesperado diluvio inundando la ciudad. Mientras hablabas, sin que yo te escuchara, afuera en la calle la gente se escondía bajo sombrillas negras, y corría de un lado a otro sin encontrar refugio. Un joven X y una joven Y que ignoraban a propósito este mundo desolado, brincaban mojados de charco en charco, exiliados en sus sueños de amor paradisíacos. Pobres idiotas, pensé. Aburrido de la trivialidad del clima y de tu voz salpicada de lamentos, dejé el teléfono sobre la cama como un animal muerto y me fui a la cocina a hacerme un café.

Al regresar, tú seguías hablando sola. Abrí la ventana para aspirar esa fresca humedad salina del verano. Respiré profundo. Y al elevar mi mirada más allá de los edificios opacos, descubrí admirado como en cada gota de lluvia un denso recuerdo nuestro luchaba ya sin fuerzas por escapar de su cristalino encierro. Inútil. La lluvia reventaba impiadosa contra el pavimento, y se hacía un hilo de sangre azul sobre la calle, para perderse como si nada, en fúnebre silencio entre los acantilados. No sé en que momento colgué, o si colgaste. En todo caso, que más da, si yo ya no estaba ahí. Mi alma navegaba nuestra imagen diluida, sobre un barco de papel.

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