noviembre 03, 2006

SOLEDAD = SEQUÍA

Ya es época para la primavera, para la alegría de las flores y el verdor de los campos, pero desde hace meses la única lluvia que ha caído en el poblado es la de nuestros ojos enrojecidos por el inclemente sol y la hambruna. El grueso cielo despejado lo cubre todo como un castigo, arrojando unos rayos solares inusuales, que caen directas como si fueran flechas mortales de un inmisericorde cazador de almas entre las nubes. Abajo, la erosionada tierra muere asfixiada por una peste de sequía que todo lo deja moribundo entre la arena seca. Los pájaros veraniegos agotados por el incomprensible clima y la ansiedad incontrolable por la escasez de agua, vuelan a las ramas más altas de los secos árboles a morir, no sin antes soltar una pluma multicolor al viento como un grito de esperanza.

Es la estación de la muerte que no se quiere ir, que insiste en carcomer las entrañas de los últimos sobrevivientes humanos, que nos aferramos a un aire pesado como una segunda piel, como un destino inminente. Este lugar, otrora parada obligatoria para los cansados viajeros, es desde la llegada de la sequía un pueblo fantasma, sostenido tan solo en las raíces inamovibles de nosotros, sus últimos habitantes, viejos amargados de tristeza pero sólidos como árboles centenarios.

Las antiguas plazoletas de los memorables tiempos de prosperidad son ahora cementerios improvisados, filas interminables de mal puestas cruces de madera carcomida, con nombres olvidados, escritos con tiza de carbón, ilegibles ya. Los silenciosos cortejos fúnebres, en que los últimos habitantes que vamos quedando, caminamos sudorosos, arrastrando nuestras largas mantas negras sobre el polvo de la avenida principal, bajo el sol ardiente, se han convertido en un acontecimiento rutinario. Las lágrimas hirvientes se nos secan en los mismos ojos, cansados de la luz quemante como brasas. La muerte se ha convertido en un vecino nuestro, una sombra expandiéndose como una amenaza en las horas silenciosas de las tardes. Algunos hasta la desean, no los culpo, debiera ser increíblemente sereno dejar caer los pesados párpados y despedirse de esta cruda realidad de la sequía más cruel de la que cualquiera pudiera tener memoria.

Pero yo, yo no quiero morir, todavía no.

No me acuerdo de cuando fue la primera vez, ni de cómo diablos pudo pasar lo que me dispongo a relatar, pero todo cambió para mi el día que vi venir como un espejismo celestial aquel caballo blanco como mármol, volando orgulloso sobre el polvo. Se detuvo con un poderoso relincho frente a una de las antiguas casonas en las que aún sobrevivía un pobre viudo disminuido por las inclemencias de la soledad y el hastío. Asomado a mi ventana vi como el viejo envuelto en una blanca luz parpadeante salió por la puerta ancha y como si fuera la cosa más normal, subió a la bestia y cabalgó veloz en su lomo atravesando el poblado de casas solitarias para desaparecer en un hermoso túnel abierto de la nada, radiante como un sol flotando en el aire nocturno.

Desde entonces comprendo muchas cosas. He visto al misterioso caballo blanco pasar varias veces más, y cada vez, al día siguiente, es un apresurado desfile de dolientes sombras negras levantando el polvo bajo sus pies, hacia el improvisado cementerio común. No he querido hablar con nadie sobre la mágica aparición que veo visitar el pueblo, generalmente cuando la tarde se hace noche. Seguramente nadie me creería.

Somos cada día menos para cavar nuestras propias fosas. Es alarmante. Tal vez el caballo blanco pase un día de estos por mi, y mi carne seca y dura desaparezca bajo el polvo terrestre y sobreviva de mí una resplandeciente calavera y un pálido conjunto de huesos desenterrados por los hambrientos perros.

Añoro los viejos tiempos, cuando esto era un poblado de grandezas y de un comercio incesante de bullicio. Ahora la monotonía natural de este pueblo muerto tan solo es rota por el paso ligero de inútiles hojarascas que se pierden en la lejanía como recuerdos pasados.

Me rehúso a aceptar que todo está perdido, que estamos condenados a soportar este infierno. El día que se detenga con su orgulloso relincho a mi puerta no abriré. De este pueblo no partiré aún. Yo no quiero morir, todavía no. No antes de que caiga el diluvio contenido de tantos meses, ese que prometen las largas nubes grises en la lejanía, y este suelo seco y sembrado de tercos cadáveres, enterrados y vivientes, florezca nuevamente, lleno de vida con el abono maravilloso de la muerte. Entonces, sólo entonces, podré descansar en paz.

No hay comentarios.: