septiembre 16, 2006

INTROSPECCIÓN A CAUSA DE LA EDAD


Hasta que punto puede soportar la razón humana el dolor, ignorando su propia naturaleza. Cuánto desconocimiento impera en esta sociedad despreocupada sobre la lepra del alma. Hoy tuve una alucinación enferma, que me confirma que la mente bajo presión extrema cede, se pierde ante una realidad alterna, y que la vida está constantemente a un paso de la muerte, del horror y de la sangre.

En ti, como en mi, existe un infierno, un lugar frío y oscuro, poblado de cadáveres vivientes, listos para atormentarte con sus cánticos agudos, para ahogarte de miedo con sus apariencias grotescas y sus esqueléticos pechos. Un lugar, donde estás terriblemente solo y hambriento de luz, y la única victima eres tú. Son las noches eternas que se han acumulado en tu conciencia desgraciada y un día explotan a un insaciable apetito violento. Es tu propio pensamiento el que te empuja hasta el borde del abismo, asesinándote a carcajadas, dejándote aterrorizado en medio de tus visiones y sombras. Y no hay nadie que te tienda una mano. Y al caer y desfigurarte la cara contra una filosa piedra negra, te sorprendes empalado hasta el cráneo, dando vueltas sobre un fuego, y te descubres como el plato principal en una fiesta de demonios, y el fuego te quema los tejidos, derrite tus huesos, estalla tus ojos, y llena todo el aire de podredumbre apestosa. Es el olor de tu propia muerte. Y no adquieres conciencia de ello, hasta que una mano huesuda y verde se acerca con un cuchillo de carnicería y te abre el vientre para que te cocines bien, para que aprendas.

Es absurdo quizás. Pero llega un momento de estrés y cansancio, donde tu mente ya no soporta más lo que vives, lo que sientes, lo que crees. Y tus sesos obstruidos de terquedad se rebelan y te hacen reventarte la frente contra el cemento, por lo poco que eres. ¿Pero si no sabes ni que eres? Todo te vale mierda, y tu cerebro agotado te abandona con desprecio, para que te devoren vivo tus miedos y tus peores pesadillas. Y lloras gritando porque ya no hay refugio, y un rastro de pus amarilla nace de tus labios. Y te arrodillas sobre clavos hirvientes clamando piedad, y te cortas las venas porque ya no lo soportas más, pero no mueres, porque por haber fracasado, el tormento es tu castigo. Te hieres a puñaladas entre las costillas y te amputas las manos, y te duele, y sangras sin control, pero no mueres. Nunca mueres. Y por ello enloqueces, porque estás atrapado, hasta que de repente, te das cuenta que no pasa nada, que nada cambia, que es una maldita trampa, y estás perdiendo la cordura, pero ya es demasiado tarde para intentar algo. Y te sacan del pecho el corazón y lo revientan con un martillo para que te calles porque están hartos, y te arrancan el hígado y se lo comen aún hirviente. Y todo el mundo se caga en tus ideales, se defeca en tus restos. Y finalmente saciados todos de tu paranoia, se sientan satisfechos junto al fuego abrasante, para contemplar el espectáculo de tu sangre resecarse, en medio de tu furia maniática.

Guardo en mi un terrible secreto. Hoy se me apareció un demonio negro, puedo jurarlo, un anciano desnudo con la cara podrida y el cuerpo lleno de escamas como una armadura. Tenía pies de ave sin garras y me sonreía mostrándome sus colmillos de vampiro. Yo que no creo ni en religiones ni credos, sentí el fuego calcinando mi cerebro y el latigazo implacable de su cola de acero. Junto a sus pómulos hundidos estaban sus ojos, rojos como la sangre que dentro de mí ardía de miedo. Me miraba fijamente, atravesándome por dentro. Y por temor al infierno huí corriendo, desperté de repente de mi letargo, con el pecho sudado y un cuchillo en mi mano.

Sé que mi mente está infectada, que ya no valgo nada. Me asusta el placer de mi demencia. La próxima vez que vea al diablo, conversaré con el sobre Cioran, Sastre y Unamuno. Por qué no tomé aquellas palabras, después ya nada es igual.

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