junio 11, 2006

CAER EN EL TIEMPO (E.M. Cioran)

Inútil intentar asirme a los segundos, los segundos se escapan: no hay uno que no me sea hostil, que no me rechace y haga patente su negación a exponerse conmigo. Inabordables todos, uno tras otro proclaman mi soledad y mi derrota.

Sólo podemos actuar si nos sentimos llevados y protegidos por ellos. Cuando nos abandonan, nos falta el resorte indispensable para llevar a cabo cualquier acción, ya sea capital o insignificante. Indefensos, sin apoyo, afrontamos así una inusitada desgracia: la de no tener derecho al tiempo.

Amontono lo gastado, no dejo de fabricarlo y de precipitar en él al presente, sin otorgarle el ocio de agotar su propia duración. Vivir es experimentar la magia de lo posible; pero cuando en lo posible se percibe incluso lo gastado que está por venir, todo se vuelve virtualmente pasado, y ya no hay ni presente ni futuro. Lo que distingo en cada instante es un jadeo, y su exterior, no la transición hacia otro instante. Elaboro tiempo muerto, me revuelvo en la asfixia del devenir.

Los otros se precipitan en el tiempo: yo he caído del tiempo. A la eternidad que se levanta por encima de él, la substituye esa otra que se sitúa debajo, zona estéril donde sólo existe un deseo: reintegrar el tiempo, elevarse por encima de él cueste lo que cueste, quitarle una parcela para instalarse en ella para darse la ilusión de un chez‑soi. Pero el tiempo está cerrado, está fuera de alcance: y es la imposibilidad de penetrar en él lo que hace que esa eternidad sea negativa, una mala eternidad.

El tiempo se ha retirado de mi sangre; uno a otra se sostenían y fluían al unísono; ahora que se han quedado fijos, ¿acaso es extraño que nada sobrevenga? Sólo si volvieran a manar podrían reclasificarme entre los vivos y desencombrarme de esa subeternidad en la que me encharco. Pero ni lo quieren ni lo pueden. Han de haberlos hechizado: no se mueven más, son de hielo. Ningún instante trata de insinuarse siquiera en mis venas. Una sangre polar por los siglos de los siglos.

Todo lo que respira, todo lo que está teñido de ser, se desvanece en lo inmemorial. ¿He saboreado alguna vez realmente la savia de las cosas? ¿Cuál era su sabor? Por ahora me es inaccesible e insípido. Saciedad por carencia.

Sin embargo, aunque no sienta el tiempo y esté más alejado de él que nadie, lo conozco, lo observo sin cesar: ocupa el centro de mi conciencia. Incluso de aquel que lo creó, ¿cómo creer que haya pensado y meditado tanto en él? Dios, si es verdad que lo creó, no sabría conocerlo profundamente porque no forma parte de sus hábitos hacer de él el objeto de sus cavilaciones. Pero yo, esa es mi convicción, yo fui eliminado del tiempo con el único fin de formar con él la materia de mis obsesiones. Lo cierto es que me confundo con la nostalgia que me inspira.

Y suponiendo que antaño haya yo vivido en el tiempo, ¿cuál era, y por qué habré de representarme su naturaleza? La época en la que él me era familiar me es extraña, ha desertado de mi memoria, no pertenece más a mi vida. E incluso creo que me sería más difícil asentarme en la eternidad verdadera que reinstalarme en él. ¡Piedad para el que estuvo en el Tiempo y no podrá ya jamás estar en él!

(Desfallecimiento sin nombre: ¿cómo pude encapricharme con el tiempo si siempre he concebido mi salvación fuera de él y vivo siempre con la certeza de que él estaba a punto de gastar sus últimas reservas y que, carcomido por dentro, atacado en su esencia, adolecía de duración?)

Sentados al borde de los instantes para contemplar su paso, acabamos por no distinguir sino una sucesión sin contenido: tiempo que ha perdido su sustancia, tiempo abstracto, variedad de nuestro vacío. Una vez más, y, de abstracción en abstracción, se desmenuza por nuestra culpa y se convierte en temporalidad, en sombra de sí mismo. Nuestro deber entonces es devolverle la vida y adoptar frente a él una actitud neta, desprovista de ambigüedad. Mas ¿cómo lograrlo si nos inspira sentimientos irreconciliables, un paroxismo de repulsión y de fascinación?

Las maneras equívocas del tiempo se encuentran en todos aquellos que hacen de él su máxima preocupación y que, dándole la espalda a su contenido positivo, se inclinan sobre sus límites dudosos, sobre la confusión que él provoca entre el ser y el no‑ser, sobre su despreocupación y su versatilidad, sobre sus equívocas apariencias, su doble juego, su insinceridad fundamental. Una falsa moneda a escala metafísica. Mientras más se le examina, más se le asimila a un personaje del que sospechamos constantemente, al que se desearía desenmascarar y del cual acaba uno por padecer el ascendiente y la atracción. De ahí a la idolatría y a la esclavitud sólo hay un paso.

He deseado el tiempo en demasía como para no falsear su naturaleza, lo he aislado del mundo, he hecho de él una realidad independiente de cualquier otra realidad, un universo solitario, un sucedáneo de lo absoluto: operación singular que lo separa de todo lo que supone y de todo lo que lleva consigo, metamorfosis del figurante en protagonista, promoción abusiva e inevitable. No podría negar que logró obnubilarme, pero no previó que un día iba yo a pasar de la obsesión a la lucidez, con la amenaza que esto implica para él.

El tiempo está de tal manera constituido, que no resiste la insistencia del espíritu en sondearlo. Ante ella su espesor desaparece, su trama se deshilacha y quedan únicamente jirones con los que el analista debe conformarse. Y es que el tiempo no está hecho para ser conocido sino para ser vivido: escudriñarlo, excavarlo, es envilecerlo, es transformarlo en objeto. Quien en ello se empeña acabará por tratar de la misma manera a su propio yo. Todo análisis es una profanación, y es indecente entregarse a él. ¿medida que, para removerlos, descendemos en nuestros secretos, pasamos de la incomodidad al malestar y del malestar al horror. El conocimiento de uno mismo se paga siempre demasiado caro, como todo conocimiento, y si el hombre llegara a alcanzar el fondo de éste, apenas se dignaría a seguir viviendo. En un universo explicado sólo la locura tendría sentido. Una cosa que se ha agotado deja de ser tomada en cuenta. De la misma manera, si hemos penetrado en alguien, en tal caso, lo mejor para él sería desaparecer. Es menos por reacción de defensa que por pudor, por el deseo de esconder su irrealidad, que todos los humanos llevan una máscara. Arrancársela es perderlos y perderse. Decididamente no es bueno demorarse bajo el Arbol de la Ciencia.

Hay algo sagrado en todo ser que ignora su propia existencia, en toda forma exenta de conciencia. Aquel que nunca ha envidiado al vegetal, ha pasado a un lado del drama humano.

Por haber hablado mal de él, el tiempo se venga: me sitúa en posición de pedigüeño, me obliga a deplorarlo. ¿Cómo pude asimilarlo al infierno? El infierno es ese presente que no se mueve, esa tensión en la monotonía, esa eternidad vuelta al revés y que no se abre hacia nada, ni siquiera hacia la muerte; mientras que el tiempo, que fluía, que se desovillaba, ofrecía al menos el consuelo de una espera, aunque fuera fúnebre. Pero ¿qué esperar aquí, en el límite inferior de la caída donde ya no es posible caer más, donde incluso falta la esperanza de otro abismo? ¿Y qué más esperar de esos males que nos acechan, que se muestran sin cesar, que tienen aire de existir solos, y que, en efecto, solos existen? Si todo se puede volver a empezar a partir del frenesí ‑frenesí que representa un sobresalto de vida, una virtualidad de luz‑, no sucede lo mismo con esa desolación subtemporal, aniquilación en pequeñas dosis, hundimiento en una repetición sin salida, desmoralizante y opaca de la cual no se podría surgir sino, precisamente, por medio del frenesí.

Cuando el eterno presente deja de ser el tiempo de Dios para convertirse en el del Diablo, todo se transforma en un machacar lo intolerable, todo perece en ese abismo donde se descuenta en vano el desenlace, donde se pudre uno en la inmortalidad. El que cae ahí da vueltas y vueltas, se agita sin provecho y no produce nada. De esta manera toda forma de esterilidad y de impotencia participa del infierno.

No puede uno creerse libre cuando siempre está frente a sí mismo, consigo mismo, pues, esa identidad, fatalidad y angustia a la vez nos encadena a nuestras tareas, nos jala hacia atrás y nos aleja de lo nuevo, fuera del tiempo. Y cuando se está fuera, se rememora el futuro, ya no corre uno hacia él.

Por muy seguro que se esté de no ser libre, hay certezas frente a las cuales uno difícilmente se resigna. ¿Cómo actuar sabiéndose determinado, cómo querer a la manera de un autómata? Afortunadamente existe un margen de indeterminación en nuestros actos, en ellos solamente: puedo dejar de hacer tal o cual cosa, pero me es imposible ser otro distinto del que soy. Si en la superficie tengo un cierto margen para maniobrar, en las profundidades todo está por siempre varado. De la libertad, sólo su espejismo es real: sin él, la vida apenas sería transitable, e incluso sería apenas concebible. Lo que nos incita a creernos libres es la conciencia que tenemos de la necesidad en general y de nuestras taras en particular. Conciencia implica distancia, y cualquier distancia suscita en nosotros un sentimiento de autonomía y de superioridad que, sin duda, sólo tiene un valor subjetivo. ¿De qué manera la conciencia de la muerte dulcifica la idea que nos hacemos de ella o hace retroceder el acontecimiento? Saber que se es mortal es, en realidad, morir dos veces; no, todas las veces que uno sabe que debe morir. Lo bello de la libertad es que uno se apega a ella en la medida en que parece imposible. Y lo que es más bello aún es que se le haya podido negar y que esta negación haya constituido el gran recurso y el fondo de más de una religión, de más de una civilización. No alabaremos bastante a la antigüedad por haber creído que nuestros destinos estaban inscritos en los astros y que no había ningún rastro de improvisación o de azar en nuestras alegrías y desgracias. Por no haber sabido oponer a tan noble «superstición» más que «las leyes de la herencia», nuestra ciencia se ha desprestigiado para siempre. Teníamos cada quien nuestra «estrella», y henos ahora esclavos de una odiosa química. Es la última degradación de la idea de destino.

No es de ninguna manera improbable que esta crisis individual se convierta algún día en un hecho para todos y que adquiera, aquí, no ya una significación psicológica, sino histórica. No se trata de una simple hipótesis: hay que saber leer en los signos.

Después de haber echado a perder la verdadera eternidad, el hombre ha caído en el tiempo donde ha conseguido, si no protestar, al menos vivir: lo cierto es que se ha acomodado en él. El proceso de esta caída y de este acomodo lleva por nombre Historia.

Pero he aquí que otra caída, cuya amplitud es aún difícil apreciar, amenaza al hombre. Esta vez no se trata solamente de caer de la eternidad, sino del tiempo; y caer del tiempo significa caer de la historia, suspender el devenir, sumergirse en lo inerte y lo gris, en el absoluto del estancamiento donde incluso el verbo se hunde imposibilitado para izarse hasta la blasfemia o la imploración. Inminente o no, esta caída es posible, casi inevitable. Cuando sea la herencia que le toque al hombre, éste dejará de ser un animal histórico. Y entonces, cuando haya perdido hasta el recuerdo de la verdadera eternidad, de su felicidad primera, dirigirá su mirada hacia otra parte, hacia el universo temporal, hacia ese segundo paraíso del cual habrá sido expulsado.

Mientras continuamos en el interior del tiempo, existen semejantes con quienes tenemos que rivalizar; pero en el momento en que dejamos de estar en él, todo lo que ellos hacen o pueden pensar de nosotros ya no nos importa, pues estamos tan despegados de ellos y de nosotros mismos que producir una obra, o pensar solamente en ella, nos parece ocioso e impertinente.

La insensibilidad hacia el propio destino es la actitud del que ha caído del tiempo y que, a medida que esta caída se va haciendo patente, se vuelve incapaz de manifestarse o de simplemente dejar huellas. El tiempo, es cierto, constituye nuestro elemento vital, y cuando nos vemos desprovistos de él nos encontramos sin apoyo, en plena irrealidad o en pleno infierno, o en los dos a la vez: en el tedio, esa nostalgia insatisfecha del tiempo, esa imposibilidad de alcanzarlo y de insertarnos en él, esa frustración de verlo fluir allá arriba, por encima de nuestras miserias. ¡Haber perdido tanto la eternidad como el tiempo! El tedio es el rumiar esa doble pérdida. Tal es el estado normal, el modo de sentir oficial de una humanidad eyaculada finalmente de la historia.

El hombre se levanta contra los dioses y reniega de ellos, aunque sin dejar de reconocerles cualidad de fantasmas; cuando sea proyectado fuera del tiempo se encontrará a tal punto lejos de ellos que ni siquiera los recordará y, como castigo por este olvido, experimentará la caída total.

Aquel que quiere ser más de lo que es, no dejará de ser menos. Al desequilibrio de la tensión sucederá, en un plazo más o menos corto, el del relajamiento y del abandono. Una vez expuesta esta simetría, hay que ir más adelante y reconocer que existe misterio en la caída. El caído no tiene nada que ver con el fracasado. El caído evoca más bien la idea de alguien que ha sido golpeado sobrenaturalmente, como si un poder maléfico se hubiera ensañado contra él y hubiera tomado posesión de sus facultades.

El espectáculo de la caída es más impresionante que el de la muerte: todos los seres mueren, sólo el hombre está llamado a caer. Está sin aplomo frente a la vida (como por otra parte, lo está la vida frente a la materia). Mientras más se aleja de ella, ya sea elevándose o cayéndose, más se acerca a su ruina. Aunque logre transfigurarse o desfigurarse, de todas maneras se extravía. Falta agregar que no puede evitar este extravío sin escamotear su destino.

Querer significa mantenerse a cualquier precio en un estado de exasperación y de fiebre. El esfuerzo es agotador y no está dicho que el hombre pueda sostenerlo siempre. Creer que le está asignado sobrepasar su condición para orientarse hacia la de superhombre, es olvidar que apenas puede resistir en tanto hombre, y que sólo lo consigue a fuerza de tensar su voluntad, su resorte, al máximo. Ahora bien, la voluntad que contiene un principio sospechoso e incluso funesto, se voltea contra aquellos que abusan de ella. No es natural querer, o mejor dicho, habría que querer apenas lo justo para vivir, desde el momento en que se quiere más o se quiere menos de la cuenta, tarde o temprano acaba uno por perturbarse y decaer. Si la falta de voluntad constituye en sí una enfermedad, la voluntad en cuanto tal es aún peor: es a causa de ella, de sus excesos, más aún que de sus debilidades, de donde derivan todos los infortunios del hombre. Pero si en el estado actual en que se encuentra ya quiere demasiado, ¿qué sería de él si adquiere el estado de superhombre? Estallaría y se derrumbaría sin duda sobre sí mismo. Y sería llevado entonces, a través de un grandioso rodeo, a caer del tiempo para entrar en la eternidad de abajo, término ineludible donde, a fin de cuentas, poco importa que llegue a causa del deterioro o del desastre.

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