marzo 23, 2007

guan, tu, tri, tamarindo...


Se supone que debería estar trabajando, sin embargo mi jefe no está, ha salido muy temprano y al parecer no regresará o al menos eso parece. Si no llega me veré forzado a salir a rodar en la bicicleta, ir una vez más a alguna brecha a dejar mis penas con cada gota de sudor que escurra por mi piel; es la forma más eficiente de lavar las penas que conozco…

Habrán notado que tengo un nuevo link hacia un blog llamado “BLINDMIND”; en hora buena mi estimado, de ahora en adelante mis visitantes podrán teñir tus días de fatal melancolía.

En otros temas, el domingo vamos a Manzanillo a jugar contra los “ciclones” de Lozoya, sé de antemano y por experiencia que éste es un partido difícil, duro de ganar, no tanto por la técnica sino por lo “puerco” que juegan, eso sin contar el montón de “cachirules” que suele meter. Procuraré llevar la cámara digital para poder capturar unas buenas fotos.

Al parecer he recuperado un poco el interés por hacer de su conocimiento un poco de mi existencia, la cual se encuentra cada día más atormentada. No se preocupen que ya estoy de vuelta y con la pila un poco más cargada.

Ahora algo para leer:

Al margen de la existencia

Cuando el Cristo descendió a los infiernos, los justos de la antigua ley, Abel, Enoch, Noé, desconfiaron de su enseñanza y no respondieron a su llamada. Creyeron que era un emisario del Tentador, cuyas trampas temían. Sólo Caín y los de su especie se adhirieron a su doctrina o fingieron hacerlo, sólo ellos le siguieron y abandonaron con él los infiernos. ‑Esto es lo que enseñaba Marción.

«La felicidad del malvado», esa vieja objeción contra la idea de un Creador misericordioso o al menos honorable, ¿quién la ha consolidado mejor que aquel heresiarca? ¿Quién además de él ha percibido con semejante agudeza lo que tiene de invencible?

Paleontólogo circunstancial, pasé varios meses dándole vueltas en la cabeza al tema del esqueleto. Resultado: apenas algunas páginas... El tema, es cierto, no incitaba a la prolijidad.

Aplicar el mismo tratamiento a un poeta y a un pensador me parece una falta de gusto. Hay materias que los filósofos no deberían tocar. Desarticular un poema como se desarticula un sistema es un delito, por no decir un sacrilegio.

Cosa curiosa: los poetas exultan cuando no comprenden lo que se dice sobre ellos. La jerga les halaga y les produce la ilusión de un ascenso. Semejante debilidad los rebaja al nivel de sus glosadores.

La nada, para el budismo (a decir verdad para Oriente en general), no implica la significación siniestra que nosotros le damos. Se confunde, por el contrario, con una experiencia extrema de la luz, o, si se prefiere, con un estado de eterna ausencia luminosa, de vacío radiante: es el ser que ha superado todas sus propiedades, o más bien un no‑ser extremadamente positivo que dispensa una dicha sin materia, sin substrato, sin ninguna base en mundo alguno.

Tanto me colma la soledad que la mínima cita me resulta una crucifixión.

La filosofía hindú persigue la liberación; la griega, a excepción de Pirrón, Epicuro y algunos inclasificables, es decepcionante: no busca más que la... verdad.

Se ha comparado el nirvana con un espejo que no reflejaría ya ningún objeto. Es decir, con un espejo puro para siempre, para siempre deshabitado.

El Cristo llamó a Satán «Príncipe de este mundo»; San Pablo, queriendo ir más lejos, daría en el clavo llamándole «dios de este mundo».

Cuando semejantes autoridades designan por su nombre a quien nos gobierna, ¿tenemos nosotros derecho a jugar a los desgraciados?

El hombre es libre, salvo en lo que posee de más profundo. En la superficie, hace lo que quiere; en sus capas más oscuras, «voluntad» es un vocablo carente de sentido.

Para neutralizar a los envidiosos, deberíamos salir a la calle con muletas. Únicamente el espectáculo de nuestra degradación humaniza algo a nuestros amigos y a nuestros enemigos.

Con razón en cada época se cree asistir a la desaparición de los últimos rastros del Paraíso terrestre.

Sobre el Cristo aún. Según un relato gnóstico, ascendió a los cielos por odio del fatum, para impedir, alterando la disposición de las esferas, que pudiera leerse en los astros.

En semejante jaleo, ¿qué ha podido sucederle a mi pobre estrella?

Un obispo africano me ha contado que en su país se compraba un transistor con una cabra.

Este simple hecho basta para sumirnos en un delirio de aniquilamiento.

Kant esperó a la vejez para darse cuenta de los lados sombríos de la existencia y señalar «el fracaso de toda teodicea racional».

...Otros, más afortunados, se dieron cuenta de ello antes incluso de comenzar a filosofar.

Se diría que la materia, celosa de la vida, se dedica a espiarla para encontrar sus puntos flacos y castigarla por sus iniciativas y sus traiciones. Pues la vida no es vida más que por infidelidad a la materia.

Yo soy diferente de todas mis sensaciones. No logro comprender cómo. No logro ni siquiera comprender quién las experimenta. Y por cierto, ¿quién es ese yo del comienzo de mi proposición?

Acabo de hojear una biografía. La idea de que todos los personajes que en ella son evocados sólo existen ya en ese libro me ha parecido tan insostenible que he tenido que acostarme para evitar un desfallecimiento.

¿Con qué derecho me echa usted en cara mis verdades? Se permite usted una libertad que yo rechazo. Todo lo que alega es exacto, lo reconozco. Pero no le he autorizado a ser franco conmigo. ‑(Tras cada explosión de furor, vergüenza acompañada del invariable pavoneo: «Eso es una demostración de carácter», seguido, a su vez, de una vergüenza aún mayor.)

«Soy un cobarde, no puedo soportar el sufrimiento de ser feliz.»

Para calar a alguien, para conocerlo realmente, me basta ver cómo reacciona a estas palabras de Keats. Si no comprende inmediatamente, inútil continuar.

«Me sorprende que un hombre tan extraordinario haya podido morir», escribí a la viuda de un filósofo. Sólo me di cuenta de la estupidez de mi carta tras haberla enviado. Mandarle otra hubiera sido arriesgarme a una segunda sandez. Tratándose de pésames, todo lo que no es cliché raya en la inconveniencia o la aberración.

Siendo el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un síntoma.

Septuagenaria, lady Montague confesaba haber dejado de mirarse en el espejo desde hacía once años.

¿Excentricidad? Quizá, pero únicamente para aquellos que ignoran el calvario del encuentro cotidiano con su propia jeta.

No puedo hablar más que de lo que experimento; ahora bien, en este momento no experimento nada. Todo me parece anulado, todo se halla detenido para mí. Intento no amargarme ni vanagloriarme por ello. «En el transcurso de las numerosas vidas que hemos vivido», se lee en El Tesoro de la verdadera Ley, «¡cuántas veces hemos nacido en vano, muerto en vano!»

El mejor medio de desembarazarse de un enemigo es hablar bien de él por todas partes. Acabará enterándose y dejará de tener la fuerza necesaria para perjudicarnos: le habremos roto su resorte... Seguirá atacándonos, pero ya sin vigor ni consecuencias, pues inconscientemente habrá dejado de odiarnos. Ha sido vencido e ignora al mismo tiempo su derrota.

Cuanto más avance el hombre, menos encontrará a qué convertirse.

Es conocido el ucase de Claudel: «Estoy con todos los Júpiter contra todos los Prometeos».

Por mucho que hayamos perdido toda ilusión sobre la revuelta, semejante enormidad despierta al terrorista que duerme en nosotros.

No guardamos rencor a quienes hemos insultado; estamos, por el contrario, dispuestos a reconocerles todos los méritos imaginables. Desgraciadamente, esta generosidad no se halla nunca en el insultado.

Quienes prescinden totalmente del Pecado original apenas me interesan. Por lo que a mí respecta, recurro a él en toda circunstancia y no veo cómo podría evitar sin él una consternación ininterrumpida.

Kandinsky afirma que el amarillo es el color de la vida.

...Se comprende ahora por qué ese color hace tanto daño a los ojos.

Cuando se debe tomar una decisión capital, nada hay más peligroso que consultar con los demás, dado que, salvo algunos extraviados, nadie desea sinceramente nuestro bien.

Inventar palabras nuevas sería, según Madame de Staël, el «síntoma más seguro de la esterilidad de las ideas». La observación parece más justa hoy que al principio del siglo pasado. Ya en 1649 Vaugelas había decretado: «A nadie le está permitido crear nuevas palabras, ni siquiera al soberano».

Que los filósofos, más aún que los escritores, mediten sobre esta prohibición antes incluso de ponerse a pensar.

Se aprende más en una noche en vela que en un año de sueño. Lo cual equivale a decir que una paliza es mucho más instructiva que una siesta.

Los dolores de oídos que padecía Swift son en parte la causa de su misantropía.

Si las enfermedades de los demás me interesan tanto, es para hallarme inmediatamente puntos comunes con ellos. A veces tengo la impresión de haber compartido todos los suplicios de aquellos a quienes he admirado.

Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿para qué seguir lavándose?

El tedio es una forma de ansiedad, pero de una ansiedad depurada de miedo. Cuando nos aburrimos no tememos, en efecto, nada, salvo el aburrimiento mismo.

Todo aquel que ha soportado una adversidad mira por encima del hombro a quienes no la han padecido. La insoportable infatuación de los operados...

En la exposición «París‑Moscú», sobrecogimiento ante el retrato de Remizov de joven, pintado por Ilya Répine. Cuando le conocí, Remizov tenía ochenta y seis años: vivía en un piso casi vacío que quería para su hija la portera de la casa, la cual hacía todo lo posible para echarlo de él, pretextando que era un foco de infección, un nido de ratas. El escritor que Pasternak consideraba como el mejor estilista ruso había llegado a esos extremos. El contraste entre el anciano ajado, miserable, olvidado por todo el mundo, y la imagen del joven brillante que estaba viendo, me quitó completamente las ganas de visitar el resto de la exposición.

Los antiguos desconfiaban del éxito porque temían la envidia de los dioses, pero también el peligro del desequilibrio interior causado por cualquier éxito como tal. ¡Qué superioridad sobre nosotros demuestra el haber comprendido ese peligro!

Es imposible pasar noches en vela y ejercer un oficio: si en mi juventud mis padres no hubieran fìnanciado mis insomnios, me habría seguramente liquidado.

Sainte‑Beuve escribía en 1849 que la juventud abandonaba el mal romántico para soñar, siguiendo el ejemplo de los seguidores de Saint‑Simon, con el «triunfo ilimitado de la industria».

Ese sueño, plenamente realizado, desacredita todas nuestras empresas y la idea misma de esperanza.

¡Si supieran los hijos que no he querido tener la felicidad que me deben!

Mientras el dentista me machacaba las mandíbulas, yo me decía que el Tiempo era el único tema sobre el que se debería meditar, que El era la causa de que me encontrase sobre aquel sillón fatal y de que todo crujiera, incluido el resto de mis dientes.

Si he desconfiado siempre de Freud, la culpa la tiene mi padre: él contaba sus sueños a mi madre, aguándome así todas las mañanas.

Siendo el gusto por el mal innato, no tenemos ninguna necesidad de fatigarnos para adquirirlo. ¡Con qué habilidad el niño ejerce de entrada sus malos instintos, con qué competencia, con qué furia!

Una pedagogía digna de ese nombre debería prever cursillos de camisa de fuerza. Habría quizá que extender, más allá de la infancia, esta medida a todas las edades, por el bien de la comunidad.

Pobre del escritor que no cultive su megalomanía, que la vea menguar sin reaccionar. Pronto se dará cuenta de que uno no se vuelve normal impunemente.

Victima yo de una angustia que no sabía cómo quitarme de encima, llaman a la puerta. Abro. Era una señora de cierta edad a la que no esperaba en absoluto. Durante tres horas me martirizó con tales necedades que mi angustia se transformó en cólera. Estaba salvado.

La tiranía destruye o fortalece al individuo; la libertad lo debilita y lo convierte en un fantoche. El hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso.

Dos amigas, actrices en un país del Este. Una de ellas se instala en Occidente, donde se hace rica y célebre; la otra permanece en su país, desconocida y pobre. Medio siglo después, esta última viene a ver a su afortunada compañera. «Era mucho más grande que yo, me sacaba la cabeza, y ahora está encogida y paralizada.» Tras contarme otros detalles, me dice a guisa de conclusión: «Yo no tengo miedo de la muerte, yo tengo miedo de la muerte en la vida».

Nada mejor para disimular una revancha tardía que el recurso a la reflexión filosófica.

Fragmentos, pensamientos fugitivos, decís. ¿Se les puede llamar fugitivos cuando se trata de obsesiones, es decir, de pensamientos cuya característica principal es justamente no huir?

Acababa de escribir una carta muy moderada, muy como es debido a alguien que no lo merecía en absoluto. Antes de enviarla, añadí algunas alusiones impregnadas de una vaga amargura. En el mismo momento en que echaba la carta, sentí que la rabia me invadía y con ella un desprecio por mi arrebato noble, por mi deplorable acceso de distinción.

Cementerio de Picpus. Un joven y una señora ajada. El guardián les explica que el cementerio está reservado a los descendientes de los guillotinados. La señora interviene:

‑¡Nosotros lo somos!

¡De qué manera lo dijo! Después de todo, es posible que fuese cierto. Pero su tono provocativo me inclinó inmediatamente del lado del verdugo.

Abriendo en una librería los Sermones de Meister Eckhart, leo que el sufrimiento es intolerable para quien sufre por sí mismo, pero que es ligero para quien sufre por Dios, porque en ese caso es Dios quien lleva la carga, aunque ella contenga el sufrimiento de todos los hombres.

Si he caído sobre ese pasaje, no ha sido por casualidad, dado lo bien que se aplica a quien nunca podrá descargar sobre nadie todo lo que pesa sobre él.

Según la Cábala, Dios permite que su esplendor disminuya para que los ángeles y los hombres puedan soportarlo. Lo cual equivale a decir que la Creación coincide con un debilitamiento de la claridad divina, con un esfuerzo hacia la sombra que el Creador ha consentido. La hipótesis del oscurecimiento voluntario de Dios tiene el mérito de abrirnos a nuestras propias tinieblas, responsables de nuestra irreceptividad a cierta luz.

Lo ideal sería poder repetirse como... Bach.

Aridez grandiosa, sobrenatural: es como si comenzase para mí una segunda existencia sobre otro planeta en el que la palabra fuese desconocida, en un universo reacio al lenguaje e incapaz de crearse uno.

No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más.

Tras haber leído en un libro de inspiración psicoanalítica que Aristóteles, de joven, había envidiado seguramente a Filipo, padre de Alejandro Magno, su futuro alumno, resulta imposible no pensar que un sistema que pretende ser una terapéutica, y en el que se hacen semejantes conjeturas, no puede sino ser sospechoso, pues inventa secretos por el placer de inventar explicaciones y curaciones.

Hay algo de charlatán en todo aquel que triunfa, sea en la materia que sea.

Una visita a un hospital y, cinco minutos después, se hace uno budista si no lo es ya, o vuelve a serlo si había dejado de serlo.

Parménides. No veo por ningún lado el ser que exalta y me imagino mal en su esfera que no posee ninguna fractura, ningún lugar para mí.

En el tren, enfrente de mí, una mujer de una fealdad indecente roncaba con la boca abierta: una agonizante inmunda. ¿Qué hacer? ¿Cómo soportar semejante espectáculo? ‑Stalin vino en mi auxilio. En su juventud, mientras pasaba entre dos filas de esbirros que le azotaban, se absorbió totalmente en la lectura de un libro, de manera que su atención se desvió de los golpes con los que se le gratificaba. Valiéndome de ese ejemplo; me sumergí yo también en un libro, deteniéndome en cada página con una extremada aplicación, hasta el momento en que el monstruo dejó de agonizar.

Decía el otro día a un amigo que, a pesar de no creer ya en la escritura, no quería sin embargo renunciar a ella, que trabajar es una ilusión defendible y que tras haber emborronado una página o simplemente escrito una frase me entran siempre ganas de silbar.

Las religiones, al igual que las ideologías, que han heredado sus vicios, no son en el fondo más que cruzadas contra el humor.

Todos los filósofos que he conocido eran, sin excepción, impulsivos.

La tara de Occidente ha afectado incluso a quienes deberían haberse hallado exentos de ella.

Ser como Dios y no como los dioses: ése es el objetivo de los verdaderos místicos, los cuales no son lo suficientemente modestos como para rebajarse al politeísmo.

Se me invita a un coloquio en el extranjero, porque necesitan, al parecer, mis vacilaciones.

El escéptico de servicio de un mundo agonizante.

Abuso de la palabra Dios, la utilizo con frecuencia, con demasiada frecuencia. Lo hago cada vez que alcanzo un extremo y necesito un vocablo para nombrar lo que hay después. Prefiero Dios a lo Inconcebible.

En un libro ascético se asegura que la incapacidad de tomar partido es un signo de que no se está «iluminado por la luz divina».

Dicho con otras palabras, la irresolución, esa objetividad total, sería un camino de perdición.

Descubro indefectiblemente un comienzo de desbaratamiento en todos aquellos a quienes les interesan las mismas cosas que a mí...

He leído un libro sobre la vejez únicamente porque la foto del autor me incitaba a ello. Esa mezcla de rictus y de imploración, y esa expresión de estupor convulsivo, ¡qué reclamo, qué garantía!

«Este mundo no ha sido creado según el deseo de la Vida», se dice en el Ginza, texto gnóstico de una secta de Mesopotamia.

A recordar siempre que no se disponga de un argumento mejor para neutralizar un desencanto.

Tras tantos años, tras toda una vida, volví a verla. «¿Por qué lloras?», le pregunté de entrada. «No lloro», me respondió. Y en efecto no lloraba, me sonreía, pero habiendo la edad deformado sus rasgos la alegría no podía ya acceder a su rostro, en el que se hubiera podido leer: «Quien no muera joven, se arrepentirá tarde o temprano».

No deberíamos molestar a nuestros amigos más que para nuestro entierro. Y aún así...

Quien vive demasiado malogra su... biografía. En resumidas cuentas, sólo pueden considerarse plenamente realizados los destinos rotos.

El hastío, ese achaque con reputación de frívolo, que nos hace vislumbrar, sin embargo, el abismo del que emana la necesidad de rezar.

«Dios no ha creado nada que odie más que este mundo y tanto lo odia que desde el día en que lo creó no ha vuelto a mirarlo.»

No sé quién fue el místico musulmán que escribió esto, ignoraré siempre el nombre de ese amigo.

Innegable ventaja de los agonizantes: poder proferir trivialidades sin comprometerse.

Retirado en el campo tras la muerte de su hija Tulia, Cicerón, invadido por la tristeza, se escribía a sí mismo cartas de consuelo. Lástima que se hayan perdido y, más aún, que esa terapéutica no se haya convertido en algo corriente. Cierto es que si hubiera sido adoptada, las religiones habrían fracasado desde hace tiempo.

El patrimonio que más nos pertenece: las horas en que no hemos hecho nada... Son ellas las que nos forman, las que nos individualizan, las que nos vuelven desemejantes.

Un psicoanalista danés que padecía jaquecas tenaces y había sido tratado sin resultado por un colega, fue a ver a Freud, quien le curó en algunos meses. Es este último quien lo afirma y no nos cuesta creerle. Un discípulo, por muy mal que esté, es imposible que no se encuentre mejor en contacto cotidiano con su Maestro. Qué maravillosa cura ver a quien más se estima en el mundo interesándose durante tanto tiempo por nuestras miserias. Pocas enfermedades se negarían a desaparecer ante semejante solicitud. Recordemos que el Maestro tenía en este caso todas las características de un fundador de secta disfrazado de hombre de ciencia. Si obtuvo Curaciones fue menos a causa de su método que de su fe.

«La vejez es la cosa más inesperada de todas las que le suceden al hombre», escribe Trotsky unos años antes de morir. Si de joven hubiera tenido la intuición exacta, visceral, de esa verdad, ¡qué lamentable revolucionario hubiera sido!

Las hazañas sólo son posibles en las épocas en que la auto‑ironía no ha hecho aún estragos.

Su destino fue realizarse a medias. Todo estaba truncado en él: su manera de ser tanto como su manera de pensar. Un hombre de fragmentos, fragmento él mismo.

Al abolir el tiempo, el sueño suprime la muerte. Los difuntos se aprovechan de ello para importunarnos. La noche pasada fue mi padre. Era como lo conocí y sin embargo tuve un momento de duda. ¿Y si no fuera el? Nos besamos a la rumana, pero, como siempre con él, sin efusiones, sin calor, sin las demostraciones típicas de un pueblo expansivo. Si supe que era él fue precisamente a causa de ese beso sobrio, glacial. Me desperté diciéndome que sólo se resucita como un intruso, como un aguasueños, que esa inmortalidad inoportuna es la única que existe.

La puntualidad es una variedad de la «locura del escrúpulo». Por llegar a la hora, yo sería capaz de cometer un crimen.

Cada vez que el futuro me parece concebible, tengo la impresión de haber sido visitado por la Gracia.

Por encima de los presocráticos, estamos a veces tentados de colocar a esos heresiarcas cuyas obras fueron mutiladas o destruidas, y de las que no quedan más que algunos fragmentos de frase irresistiblemente misteriosos.

¿Por qué tras haber hecho una buena acción se tienen ganas de seguir una bandera, cualquier bandera?

Nuestros arrebatos de generosidad implican un peligro: nos hacen perder la cabeza. A no ser que se sea generoso por haber justamente perdido la cabeza, siendo como es la generosidad una forma patente de embriaguez.

¡Si fuese posible identificar el defecto de fabricación cuyas huellas tan evidentes son en este universo!

Sigo aún extrañándome de ver hasta qué punto los sentimientos viles son sentimientos vivos, normales, inatacables. Cuando los experimentamos nos sentimos revigorizados, reintegrados en la comunidad, al mismo nivel que nuestros semejantes.

El hombre olvida con tanta facilidad que es un ser maldito porque lo es desde siempre.

La crítica es un contrasentido: no hay que leer para comprender a los demás, sino para comprenderse a sí mismo.

Quien se ve tal como es se eleva por encima de quien resucita a los muertos. Estas palabras han sido pronunciadas por un santo. No conocerse a sí mismo es la ley de todos, y no se la infringe sin riesgo. La verdad es que nadie tiene el valor de infringirla, y eso explica la exageración del santo.

Es más fácil imitar a Júpiter que a Lao‑Zi.

Estar al corriente de todo es la prueba de que se posee un espíritu fluctuante que no busca nada personal, un espíritu impropio para la obsesión, ese impasse sin fin.

Un eminente eclesiástico se burlaba del pecado original. «Ese pecado es su medio de sustento», le dije, «sin él moriría usted de hambre, pues su ministerio no tendría ningún sentido. Si el hombre no está destituido desde su origen, ¿por qué vino el Cristo? ¿Para redimir a quién y qué?» A mis objeciones, no tuvo más respuesta que una sonrisa condescendiente.

Una religión está acabada cuando sólo sus adversarios intentan preservar su integridad.

Los alemanes no se dan cuenta de que es ridículo considerar de la misma manera a un Pascal y a un Heidegger. La diferencia es inmensa entre un Schicksal y un Beruf, entre un destino y una profesión.

Un silencio abrupto en medio de una conversación nos hace volver de repente a lo esencial: nos revela el precio que debemos pagar por la invención de la palabra.

¡No tener ya nada en común con los hombres salvo el hecho de ser hombre!

Muy bajo tiene que caer una sensación para que se digne a transformarse en idea.

Creer en Dios nos dispensa de creer en cualquier otra cosa ‑lo cual supone una ventaja inestimable. Siempre he envidiado a quienes creían en él, aunque creerse Dios me parezca más fácil que creer en Dios.

Una palabra disecada ya no significa nada, ya no es nada. Como un cuerpo, que tras la autopsia es menos que un cadáver.

Todo deseo suscita en mí un contra‑deseo, de manera que, haga lo que haga, sólo cuenta para mí lo que no he hecho.

Sarvam anityam: todo es transitorio (Buda).

Fórmula que deberíamos repetirnos durante todo el día, a pesar del riesgo admirable de palmarla a causa de ella.

No sé qué sed diabólica me impide romper mi pacto con mi aliento.

Perder el sueño y cambiar de lengua: dos desventuras. La primera independiente de uno mismo, la otra deliberada. Solo, cara a cara con las noches y con las palabras.

Quien goza de buena salud no es real. Lo posee todo salvo el ser ‑que únicamente otorga una salud improbable.

De todos los clásicos, es quizás Epicuro quien mejor ha sabido despreciar a la muchedumbre. Otro motivo más para celebrarlo. ¡Qué idea la mía de haber admirado tanto a un payaso como Diógenes! Lo que yo debería haber frecuentado es el Jardín del sabio y no el ágora ni menos aún el tonel...

(Sin embargo, el mismo Epicuro me ha decepcionado más de una vez. ¿No trata de idiota a Theognis de Megara por haber afirmado que más valía no haber nacido o, una vez nacido, atravesar cuanto antes las puertas del Hades?)

«Si se me pidiera que clasificara las miserias humanas», escribe el joven Tocqueville, «lo haría por este orden: la enfermedad, la muerte, la duda.»

La duda como calamidad: semejante opinión yo nunca hubiera podido sostenerla, pero la comprendo como si la hubiera concebido ‑en otra vida.

«El final de la Humanidad llegará cuando todo el mundo sea como yo», declaré un día en un arrebato que no me corresponde calificar a mí.

En cuanto salgo a la calle, pienso: «¡Qué perfección en la parodia del Infierno!».

«Son los dioses quienes tienen que venir a mí y no yo quien tiene que ir a ellos», respondió Plótino a su discípulo Amelius, que quería llevarle a una ceremonia religiosa.

¿En quién, dentro del mundo cristiano, encontraríamos un orgullo de semejante calidad?

Había que dejarle hablar de todo e intentar aislar las palabras fulgurantes que se le escapaban. Era una erupción verbal sin sentido, acompañada de gesticulaciones de santo histriónico y chiflado. Para ponerse a su nivel había que divagar como él, proferir sentencias sublimes e incoherentes. Un diálogo póstumo, entre espectros apasionados.

En la iglesia de Saint‑Séverin, escuchando al órgano El Arte de la Fuga, me repetía: «He aquí la refutación de todos mis anatemas».

E.M. Cioran -Ese maldito yo- fragmento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este fragmento aparece en el video de calamaro,flaca , 55 seg. http://www.youtube.com/watch?v=7E6KHFNxaI4 , no m he detenido a leer nada pq estoy muy borracho, luego quizas haga un comentario mas acorde, pero creo q cabía el aporte, un saludo (perdon dado el caso).