diciembre 25, 2006

ALGO ACERCA DEL "MAGISTER"

El caso de Cioran es un caso único de individualismo en filosofía. Cioran no construye ningún sistema filosófico, ni tampoco lo desconstruye. Un filósofo así es un filósofo sin discípulos ni maestros. Él mismo es a un tiempo discípulo y maestro de sí mismo. Y con razón Cioran temía más a los discípulos, a los seguidores, que a los detractores, pues son aquellos los que primero corrompen un pensamiento. Y cuando se trata de un pensamiento sobre la corrupción, y por añadidura de un pensamiento corrupto, los malentendidos se multiplican. Aunque quizás decir que el pensamiento de Cioran es un pensamiento asistemático no sea más que repetir un tópico y un error redundante, pues tal vez no haya pensamiento más obsesivamente sistemático que el suyo. No hay nada que Cioran no pase por el cedazo de la duda, del escepticismo, de la sospecha. Ninguna creencia, ninguna idea, ninguna convicción están a salvo. Cioran, para decirlo de una forma cartesiana, no duda por sistema sino que duda del sistema mismo. “Nunca he comprendido que se pueda dudar por método”, escribió en sus Cuadernos. O dicho con mayor propiedad, no duda, está convencido de la falsedad, de la vacuidad, del sinsentido; pero también de que no hay nada fuera de él, de que no hay recambio posible, de que todas las alternativas son la misma alternativa vista bajo diferentes luces. Si hay un destino, “palabra selecta en la terminología de los vencidos”, ése sería el destino.

A Cioran se le ha tachado de nihilista, escéptico, pesimista, místico o cínico. Evidentemente no es ninguna de esas cosas, pero sólo en el sentido de que podría serlas todas, incluso en ocasiones, todas a la vez. Anti-filósofo, como él mismo se definió en alguna ocasión, su obra, sin lugar a tudas una de las más lúcidas del siglo XX, ocupa un lugar de excepción. Una obra al margen de la filosofía, como él fue un hombre al margen de la sociedad, pero sin renunciar ni a la una ni a la otra y manteniendo con ambas extrañas relaciones, extrañas complicidades. Quien consideraba las definiciones como la tumba de las cosas, difícilmente iba a permitirse encajar en ninguna.

El místico es el hombre en el que ha prendido el sentimiento de la muerte, sentimiento que para Cioran es el único criterio que divide tajantemente a los hombres en dos clases irreconciliables entre sí. Todas las demás divisiones y clasificaciones son intercambiables, es decir, un día el hombre puede estar en una determinada clase y al día siguiente pasar a otra, incluso a la clase contraria y seguir siendo el mismo hombre: sus determinaciones no le cambian sustancialmente, digamos que se aclimata a la nueva situación. Pero el hombre que sabe que debe morir y vive sabiéndolo, pues el otro aunque también lo sabe vive como si no lo supiera, vive una vida diferente, una vida que transmuta paradójicamente la obsesión por la muerte por la obsesión por la vida. Y esta pasión extremada por la vida, esta voluptuosidad frenética, es la esencia misma del misticismo. Tengo el “sentimiento místico de mi indignidad y de mi decadencia”, escribió, también en sus Cuadernos. El místico no puede vivir en el mundo, sabe que la “realidad es una creación de nuestros excesos, de nuestras desmesuras y de nuestros desarreglos”, pero tampoco puede vivir fuera de él. ¿Vive entonces al margen, en los márgenes del mundo? Podría ser; así vivió en cierto modo Cioran, en un estado de contemplación de la existencia, entre la decepción y el desengaño. Pues el hombre nos decepciona, sus empresas, sus deseos, incluso sus sufrimientos, son siempre limitados, absurdos, o ridículos; pero es la humanidad la que nos desengaña, ya que no tiene finalidad alguna. Cuando se produce el desengaño, ese sentimiento singular que nada tiene que ver con su plural, los desengaños, y ni siquiera con la suma de todos ellos, si el desengaño ha sido sincero, se asiste al espectáculo de la propia vida. “Y lo más inmediato es sentir y amar mi propia miseria, mi congoja, compadecerme de mí mismo, tenerme a mí mismo amor. Y esta compasión, cuando es viva y superabundante, se vierte de mí a los demás, y del exceso de mi compasión propia, compadezco a mis prójimos. La miseria propia es tanta, que la compasión que hacia mí mismo me despierta se me desborda de pronto, revelándome la miseria universal”. Pero el desengaño también es fruto de la pasión y no de la ciencia, de la razón, como podría presumirse. La ciencia y la razón engañan, incluso cuando dicen la verdad, tal vez sobre todo cuando dicen la verdad, pero no desengañan nunca. El desengañado no es un descreído, ni tampoco un incrédulo, sino alguien que cree en la nada, y en consecuencia en lo imposible. “La pasión es como el dolor, y como el dolor, crea su objeto. Es más fácil al fuego hallar combustible que al combustible fuego”, escribía Unamuno.

El desengaño, al que sólo está expuesto el hombre que ha esperado algo, es decir, el hombre que ha tenido esperanza, y la esperanza en el fondo no es más que un anhelo de fe, tiene sólo dos vías, dos soluciones: el misticismo o el nihilismo. Y Cioran, que entre el amor que es sufrimiento, que es dolor y sustancia de la vida, y la dicha que es un estado de satisfacción y conformidad con la existencia, había elegido, o había sido elegido por el amor, no tiene más salida que por las alturas, es decir, el misticismo. ¿Un místico nihilista? Bien pudiera ser en su caso, acostumbrado a moverse entre las contradicciones más afiladas. Y la contradicción entre el deseo y el pensamiento era tal vez la que más le atormentaba. Por otra parte, nadie ha hablado con más desprecio del amor que Cioran. Imposibilidad suprema, compendio y resumen de todas las imposibilidades; pero recordemos que sólo lo imposible le despertaba algún interés, que sólo las tareas imposibles le eran dignas de admiración.

El desengaño a su vez destila la amargura, un sentimiento noble para Cioran, tal vez el único que se reconoce, pues la pereza, el hastío, no son sentimientos, son sus virtudes y, por encima de todas las virtudes, la virtud máxima por excelencia: la indiferencia. Para Cioran la indiferencia es una virtud virtuosa, si es que puede hablarse así, o un vicio virtuoso, “más noble que todas las virtudes”, como la duda y la pereza que para Cioran no son más que un catálogo de patologías. La indiferencia es lo único que nos preserva del fanatismo, “tara capital”, causa de todos los males del hombre. Pero se trata sobre todo de la indiferencia hacia la razón, pues la pasión no deja indiferente nunca a Cioran. En realidad, aunque él no lo diga con estas palabras, él prefiere llamarla enfermedad, la pasión es lo que sostiene su escritura y viceversa. “Tengo la pasión de la indiferencia”.

Entre el 24 de julio y el 28 de agosto Cioran no escribe nada en sus Cuadernos (presumiblemente dejados en París). La primera anotación de ese 28 de agosto de 1966 dice escuetamente: “Vuelta de Ibiza: sólo soy capaz de una forma de valor: el valor de desesperar. (¡Siempre lo mismo!)”. el 19 de noviembre de ese mismo año (1966) escribe: “Tendré que decidirme de una vez a escribir La noche de Talamanca, proyecto que he abandonado vergonzosamente. El 5 de septiembre había escrito: “Un atardecer en Ibiza, solo frente al mar, experimenté de una forma aguda el sentimiento del absurdo del honor o, si se prefiere, de la honorabilidad”. El Cuaderno de Talamanca está formado por las notas que tomara Cioran el verano de 1966 en Talamanca, un pequeño pueblecito de Ibiza. “Es el testimonio de una crisis” dice su editora Verena von der Heyden-Rynsch, pero es que la obra toda de Cioran es el testimonio de una crisis como nos demuestran el resto de sus libros. No es fácil de digerir el conocimiento sin esperanza.

Hay autores sobre los que se puede escribir, incluso cuando su obra es prácticamente ilegible, son la mayoría, y otros, en cambio, una minoría, a los que se les puede leer pero no se puede escribir nada seguro de ellos. Cioran es uno de estos autores. No se trata sólo de que hayan dicho la última palabra sobre su obra, es que su obra niega, refuta, fulmina cualquier comentario que se haga sobre ella, uno escribe por ejemplo: el pensamiento de Cioran es la más radical refutación del racionalismo consolador de la filosofía. Y un buen día releyéndole se topa con un “Yo lo que soy en el fondo es un racionalista”. Y si corrige la frase, tacha racionalismo y lo sustituye por irracionalismo, días después puede toparse con la frase: “Debo a mi irracionalismo mis raros momentos de lucidez”. Y lo más turbador de todo es que te das cuenta de que él no se contradice mientras que tú sí. Que no es que haya ejercido ese derecho, inalienable al parecer, a la contradicción, sino que en su caso lo ha considerado un deber.

El hombre considera que tiene derecho a contradecirse, a afirmar y negar las mismas cosas alternativamente según su conveniencia o su capricho, o simplemente su memoria, y a pesar de ello sigue teniendo a la razón en un pedestal y reverenciando a la verdad. Tal vez porque la razón ha inventado la contradicción y no haya nada más contradictorio que la verdad. Sus pasiones son impermeables a sus convicciones porque ni las unas ni las otras son sinceras, no son más que deseos y opiniones, y en la mayoría de los casos ni siquiera propios. Y a esa conciencia de que nada nos pertenece es a lo que no puede resignarse el hombre. Dicho de otro modo: el hombre puede resignarse a todo menos a la nada. Y la resignación es una forma de creencia como la creencia es una forma de resignación. Naturalmente, creer en nada es un contrasentido.

Sólo prospera, sólo fructifica, lo que se hace a medias. Las medias verdades son más digeribles por el hombre que la verdad desnuda, que suele serle indigesta. Un exceso de pureza, de perfección, siempre tiene algo de repulsivo, de falso, de hipócrita. El pensamiento, cuando se obstina en llegar al fondo de las cosas, se aniquila. Nos falta el aire en las profundidades y en las cumbres es demasiado puro. “Ir demasiado lejos es dar infaliblemente una prueba de mal gusto” dice Cioran, pero ir hasta el final significa perecer: la nada no tolera encontrarse consigo misma. Una nada enfrentada a nada, pensamiento absurdo donde los haya (“una nada trabajando en nada” Hegel), como un pensamiento enfrentado al pensamiento. El lenguaje sirve para pensar, pensar sobre el lenguaje es una perversión. Una doble perversión, como lo son todas cuando lo que se pervierte es la función originaria, a la vez del pensamiento y del lenguaje.

“ ‘Sentí un funeral en mi cerebro’ —cita Cioran de su querida Emily Dickinson—. Yo podría añadir como Mademoiselle de Lespinasse: ‘En todos los instantes de mi vida’. Perpetuos funerales del espíritu”

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente post! ya tenia varios dias que que lo habia puesto en pendiente para ser leido, pero hasta ahora lo pude leer.

"Una moda filosófica se impone como una moda gastronómica: se refuta igual una idea que una salsa"

y yo me pregunto, ¿como se refuta una salsa?

Anónimo dijo...

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Saludos, Rodrigo