abril 27, 2007
NOCHE DE INSOMNIO
“No estoy muerto simplemente estoy cansado” es duro el camino, es un tanto trillado el tener que seguir lidiando con antiguos demonios y no poder sortear aún los agrestes pasajes de las sensaciones pasajeras. Me desconozco cada vez que pienso en ti, muchas veces preferiría no tener que hacerlo, sin embargo no me queda más que volver a ponerme la mochila y seguir el camino…
A propósito de las traiciones y los golpes bajos…
CREPÚSCULOS DE LA CIUDAD
III
A la orilla, de mí ya desprendido,toco la destrucción que en mí se atreve,palpo ceniza y nada, lo que llueveel cielo en su caer oscurecido.Anegado en mi sombra-espejo midola deserción del soplo que me mueve:huyen, fantasma ejército de nieve,tacto y color, perfume y sed, ruido.El cielo se desangra en el cobaltode un duro mar de espumas minerales;yazgo a mis pies, me miro en el acerode la piedra gastada y del asfalto:pisan opacos muertos maquinales,no mi sombra, mi cuerpo verdadero.
Octavio Paz
Siempre que caigo en cuenta de que proyecto una sombra sobre el mundo puedo percatarme de lo pusilánime que me muestro ante las decisiones críticas en mi vida. Un claro ejemplo es mi falta de compromiso para con la persona que se ha tomado la molestia de amarme durante estos años, los cuales no han sido del todo fáciles. Duro camino, cruel destino y fatal melancolía son estandarte de mis pasiones rotas al margen de mi existencia, de lo que pudo y puede ser pero por una razón que siempre digo desconocer me cruzo de hombros y bajo la cabeza como clara señal de ignorancia arrojando dentro de mí toda la culpa posible por mentirte y por mentirme a mí mismo. Justo en la cúspide de las palabras me desanimo y comienzo a dibujar mundos alternos en los que nunca seré alcanzado.
No me basta con saberte cerca, siempre quiero más, quiero cada día estar más cerca de ti y poder teñir tus días de fatal melancolía, de surcar tu horizonte en mi aeroplano supersónico e inundar tus brazos con esperanzas de nuevos amaneceres.
Me odio cuando no sé qué hacer ante tu mirada desgarradora y tu timbre agridulce rompiendo el silencio de las mañanas nuevas que vienen con cada nuevo sol. Quisiera llevarte a esos mundos alternos, lejos de toda esta masacre de ira compulsiva y poder dejarte en alguna pradera rodeada de flores y rocío matutino, bailotear entre tus piernas y entender el universo de una sola vez para no tener que volver a cuestionarme el por qué de esta tan temida situación. Me odio tan terriblemente que estoy dispuesto a abandonarme a la orilla de una isla tranquila que me proporciones un lecho donde descansar en lo que cada vez parecen ser mis últimos días cuerdo y lucido. Colócame entre tus piernas, hazme sentir amado, cuélgame del ropero y déjame colgado ahí hasta que necesites de mi abrigo invernal.
abril 21, 2007
A DÓNDE IRÁN LAS GOLONDRINAS ???

No hay mal que por bien no venga, tal es el caso de mi actual situación… tengo “flujoancias abundancis” mejor conocida como chorrilo, jajaja. En fin, sucede que en días pasados he tenido que cambiar el cuadro de mi bicicleta por uno nuevo, aún ignoro por qué cuadro será sustituido mi GT KARAKORAM que tantas buenas horas me brindó. También quiero decirles que esta es una despedida, sí, así como lo leen, por causas de motivos superiores me deshago de mi computadora de escritorio y pues sólo me queda la lap top pero en verdad me da flojera usarla, no es lo mismo, o será que me resisto a los cambios tecnológicos ??? No lo sé, puede ser, pero una de las mayores causas es que la vendo para poder adquirir un cuadro, una suspensión y unas cuantas cositas más que necesita mi bici, quién lo diría, yo deshaciéndome de mi caja enajenante en pos de la salud… No lloren por mi ausencia, les prometo volver en unos días y poder contarles algo acerca de mis nuevas adquisiciones… sayonara…
ESPERO PODER REGRESAR CON MIS SUPER PODERES AL 100%
abril 13, 2007
URGENCIA DE LO PEOR; E.M. Cioran
Urgencia de lo peor
Todo permite presagiar que la historia acabará un día y con ella el ser, en detrimento del cual se ha edificado. Lo ha arrastrado fuera de sí mismo y asociado a sus convulsiones; constituye por tanto el terreno donde el ser no ha cesado de disgregarse y envilecerse. Este drama, que ha repercutido en la historia desde el principio, ¿cómo podría no determinarla ahora que se acerca a su término?, ¿y cómo no iba a reflejarse en nosotros, testigos de una fiebre de epílogo que, confesémoslo, no nos disgusta demasiado? Estamos ávidos de lo peor, como los primeros cristianos. Pero ellos sufrieron una gran decepción pues lo peor, a pesar de los escritos de la época rebosantes de vaticinios, no ocurrió. Cuanto más se multiplicaban los presagios, como para apremiar a Dios y forzarle la mano, más se enredaba él, descompuesto e indeciso, en sus propios escrúpulos. En plena confusión los fieles tuvieron que rendirse a la evidencia: el nuevo advenimiento no se produciría; no había ni salvación ni condena eternas en perspectiva. En esas condiciones, ¿qué podían hacer si no esperar, entre la resignación y la esperanza, tiempos mejores, los tiempos del fin? Nosotros, más afortunados que ellos, disponemos de un final, lo tenemos a nuestro alcance, y no necesitamos ninguna intervención del cielo para precipitar su llegada. Por muy ineptos que seamos, parece poco probable que vayamos a desaprovechar semejante oportunidad.
Pero, ¿cómo hemos llegado a este punto? ¿en virtud de qué proceso nos hallamos ahora, después de tantos siglos tranquilizadores, a las puertas de una realidad que sólo el sarcasmo hace tolerable? Desde el Renacimiento, la humanidad no hace más que soslayar el sentido último de su recorrido, el principio nocivo que éste pone de manifiesto; obra de obnubilación a la que contribuyó de manera notable el Siglo de las Luces. En el XIX, la idolatría del Porvenir confirmó las ilusiones del precedente, y en una época tan desengañada como la nuestra, obstinadamente sigue exhibiendo sus promesas, aunque sean pocos quienes creen aún en ellas. No porque esa idolatría esté gastada, sino porque hoy no nos queda más remedio que minimizarla, que desdeñarla, por prudencia y por miedo, pues sabemos que es compatible con lo atroz, que incluso provocarlo puede suscitar la prosperidad con la misma facilidad que el horror. ¿Qué es lo que nosotros tenemos todavía en común con la ralea de los "ilustrados", con los maníacos de lo Posible, si toda teoría nueva, todo descubrimiento, nos hunde cada vez más? Los contemporáneos de Newton se extrañaban de que un espíritu de su temple se hubiera rebajado a comentar las visiones del Apóstol. Para nosotros, lo incomprensible sería no hacerlo y el científico que se negara a ello se granjearía nuestro desprecio; él no necesita insistir sobre dichas revelaciones, las vive a su manera y prepara una nueva versión despojada de pompa y de poesía, más convincente y eficaz por tanto que la antigua; de ella no consigue hablar sin embarazo, pues a fuerza de trabajarla y perfeccionarla, distingue sus contornos con extrema nitidez. Lo que le parece asombroso no es que el fin de los tiempos (un tópico a sus ojos) sea concebible, sino que tarde tanto en producirse; hace cuanto puede por ultimarlo, por acelerar su irrupción: ¿qué culpa tiene él si el final vacila y titubea? No menos impacientes, nosotros desearíamos también que llegara de una vez para poder librarnos de esta curiosidad que nos oprime. Según nuestro estado de ánimo, adelantamos o diferimos su fecha, mientras que, respirando en función de lo irrespirable, dilatándonos dentro de lo que nos ahoga, participamos ya con todos nuestros pensamientos, por muy luminosos que sean, de la noche en la cual zozobrarán.
Quizás esté próximo el día en que, incapaces de seguir soportando la masa de miedo que hemos acumulado, sucumbiremos a su peso agobiante. El fuego del cielo será entonces nuestro fuego y, para huir de él, nos precipitaremos hacia las profundidades de la tierra, lejos de un mundo desfigurado y expoliado por nosotros mismos. Y residiremos debajo de los muertos, envidiando su reposo y su beatitud, sus cráneos despreocupados, en reposo para siempre, sus esqueletos sosegados y modestos, por fin emancipados de la impertinencia de la sangre y de las reivindicaciones de la carne. Pululando en la oscuridad, conoceremos al menos la satisfacción de no tener que mirarnos de frente, la dicha de perder nuestros rostros. Expuestos a las mismas tribulaciones y a los mismos peligros, seremos todos semejantes y sin embargo más extraños que nunca.
¿Para qué empeñarnos en eludir nuestro destino? No se trata de perder la esperanza de encontrar un final de repuesto; pero debería ser verosímil y contar con alguna posibilidad de realizarse. Siendo el hombre lo que es, ¿se puede admitir que se extinga en la calma de la decrepitud, en medio de las ventajas de la caducidad? Sin duda se pliega ya bajo el peso de los milenios, pero parece improbable que pueda soportar semejante carga hasta el final, hasta el agotamiento de sus fuerzas. Al contrario, todo permite creer que el lujo de la chochez le estará vedado, aunque sólo sea por el ritmo al que vive y por su inclinación a la desmesura. Orgulloso de sus dones, mortifica a la naturaleza, perturba su marasmo, creando un desbarajuste inmundo y trágico que acaba resultando insoportable. Que se vaya cuanto antes es el deseo de la naturaleza, deseo que, si el hombre quisiera, podría satisfacer en el acto, librándola así de este sedicioso en quien hasta la sonrisa resulta subversiva, de este anti‑vivo a quien abriga a la fuerza, de éste usurpador que le ha robado sus secretos para tiranizarla y deshonrarla. Pero él mismo ha caído, a causa de sus crímenes, en la esclavitud y la ignominia. Habiendo rebasado, con sus conocimientos y sus actos, los límites que tenía asignados, ha atentado contra los orígenes de su propio ser, contra su fondo primordial. Sus conquistas son obra de un traidor a la vida y a sí mismo. De ahí sus aires de culpable, su aspecto turbio, y ese remordimiento que intenta disimular mediante la insolencia y el ajetreo. Si se intoxica de ruido no es más que para escamotear la acusación que no podría evitar si reflexionara acerca de sí mismo. La creación reposaba en un estupor sagrado, en un admirable e inaudible gemido; sacudiéndola con su frenesí, con sus alaridos de monstruo acorralado, el hombre la ha hecho irreconocible, comprometiendo para siempre su paz. La desaparición del silencio debe considerarse como uno de los indicios anunciadores del fin. No son ya ni su impudicia ni sus excesos las razones por las que Babilonia
Cuanto más poder adquiere el hombre, más vulnerable resulta. Debería temer sobre todo el momento en que, enteramente yugulada la creación; festeje su triunfo, apoteosis fatal, victoria a la que no sobrevivirá. Lo más probable es que desaparezca antes de haber realizado todas sus ambiciones. Tan poderoso es ya que uno se pregunta por qué aspira a serlo aún más. Tanta insaciabilidad denuncia una miseria irremediable, un ocaso magistral. Las plantas y los animales llevan en sí mismos los signos de su salvación, igual que el hombre los de su perdición. Y ello es tan cierto de cada uno de nosotros como de
No habrá nuevo cielo ni nueva tierra, ni tampoco ángel para abrir el "pozo del abismo". ¿Acaso no poseemos nosotros mismos la llave? El abismo está en nosotros y fuera de nosotros, es el presentimiento de ayer, la interrogación de hoy, la certidumbre de mañana. La instauración y el desmembramiento del imperio futuro se efectuará en medio de conmociones sin precedentes. Hemos llegado a un punto en el que, aunque quisiéramos, nos resultaría imposible volver sobre nuestros pasos, en un sobresalto de sensatez. Tan virulenta es nuestra perversidad que nuestras reflexiones sobre ella, igual que nuestros esfuerzos por superarla, en lugar de atenuarla, la consolidan y agravan. Predestinados a la desaparición, constituimos, en el drama de la creación, el episodio más espectacular y lamentable. Dado que en nosotros se ha despertado el mal que dormitaba en el resto de los seres vivos, nos toca condenarnos para que ellos puedan salvarse. Sus virtualidades de desgarramiento y de conflicto se han actualizado y concentrado en nosotros; les hemos liberado a expensas nuestras de los elementos funestos que en ellos yacían aletargados: acto de generosidad, sacrificio que hemos aceptado únicamente para arrepentirnos y amargarnos luego. Celosos de su inconsciencia, fundamento de su salvación, desearíamos ser como ellos y, rabiosos por no conseguirlo, meditamos sobre su ruina intentando por todos los medios interesarles en nuestras desgracias para poder descargarlas sobre ellos. Es a los animales a quienes odiamos sobre todo: ¡qué no daríamos por privarlos de su mutismo, por convertirlos al verbo, por imponerles la abyección de la palabra! Estándonos prohibido el encanto de la existencia irreflexiva, de la existencia como tal, no podemos tolerar que otros la gocen. Desertores de la inocencia, nos cebamos en quienes permanecen aún en ella, en los seres que, indiferentes a nuestra aventura, descansan en un torpor bendito. En cuanto a los dioses, ¿acaso no nos hemos sublevado contra ellos al ver que podían ser conscientes sin sufrir las consecuencias, mientras que para nosotros conciencia y naufragio se confunden? Hemos logrado comprender el secreto de su poder, pero no hemos podido descifrar el de su serenidad. La venganza era inevitable: ¿cómo perdonarles que posean el saber sin estar expuestos a su maldición inherente? Desaparecidos los dioses, no hemos renunciado a la búsqueda de la felicidad: seguimos buscándola precisamente en lo que nos aleja de ella, en la conjunción del conocimiento y de la arrogancia, términos que a medida que se identifican borran los vestigios que conservábamos de nuestros orígenes. En cuanto fuimos desposeídos de la pasividad en la que tan confortablemente residíamos, nos precipitamos en el acto, sin ninguna posibilidad de liberarnos de él ni de recobrar nuestra verdadera patria. Si el acto nos ha corrompido, nosotros también hemos corrompido al acto: degradación recíproca de la que ha resultado ese desafío a la contemplación que es la historia, desafío inseparable de los acontecimientos y tan lamentable como ellos. Lo que en Patmos fue una visión, será realidad un día: percibiremos con nitidez el sol negro como un saco de crin, la luna de sangre, las estrellas cayendo como higos, el sol retirándose como un pergamino que se enrolla. Nuestra ansiedad repite la del Vidente, de quien nos hallamos más cerca que nuestros predecesores, incluidos los que han escrito sobre él, en particular Renan, quien tuvo la imprudencia de afirmar: "Sabemos que el fin del mundo no está tan cerca como creyeron los iluminados del siglo primero y que ese fin no será una catástrofe súbita. Sucederá a causa del frío, dentro de miles de siglos..." El Evangelista inculto vio más allá que su sabio comentarista, esclavo de las supersticiones científicas. No nos extrañemos, pues, de que a medida que remontamos hacia la antigüedad, encontremos mayor número de inquietudes parecidas a las nuestras. La filosofía tuvo en sus comienzos, más que el presentimiento, la intuición exacta del final, de la expiración del devenir. Heráclito, nuestro contemporáneo ideal, sabía ya que el fuego lo "juzgará" todo; preveía incluso una deflagración general al término de cada periodo cósmico, un cataclismo recurrente, corolario de toda concepción cíclica del tiempo. Menos audaces y exigentes, nosotros nos contentamos con un único final, pues carecemos del vigor necesario para concebir varios y soportarlos. Admitimos, eso sí, una pluralidad de civilizaciones, mundos que nacen y mueren; pero, ¿quién de nosotros aceptaría una repetición indefinida de la historia en su totalidad? Cada vez que un acontecimiento nos parece necesariamente irreversible, avanzamos un paso más hacia un desenlace único, según el ritmo del Progreso del que adoptamos el esquema y rechazamos, por supuesto, la palabrería. Sí, progresamos, galopamos incluso, hacia un desastre preciso, y no hacia una perfección mirífica. Cuanto más nos repugnan las mentiras de nuestros predecesores inmediatos, más próximos nos sentimos de los Orficos, para quienes el origen de las cosas se situaba en
Es lamentable que debamos afrontar la fase final del proceso histórico en un momento en el que, por haber liquidado nuestras viejas creencias, carecemos de disponibilidades metafísicas, de reservas sustanciales de absoluto. Sorprendidos por la agonía, desposeídos de todo, bordeamos la halagadora pesadilla vivida por quienes tuvieron el privilegio de encontrarse en el centro de un insigne desastre. Si poseyéramos a la vez el valor de mirar las cosas de frente y el de detener nuestra carrera, aunque sólo fuera un instante, esa tregua, esa pausa a escala del globo, bastaría para revelarnos la magnitud del precipicio que nos acecha: el terror que sentiríamos se convertiría rápidamente en plegaria o en lamentación, en convulsión salvadora. Pero ya no podemos detenernos. Y si la idea de lo inexorable nos seduce y nos sostiene es porque contiene pese a todo un residuo metafísico y constituye la única abertura sobre una apariencia de absoluto de la que aún disponemos y que necesitamos para poder subsistir. Pero incluso este recurso podría faltarnos un día. Estaríamos entonces condenados, en el apogeo de nuestro vacío, a la vergüenza de un desgaste completo, lo cual sería peor que una catástrofe repentina, a fin de cuentas honorable y hasta prestigiosa. Seamos optimistas, apostemos por la catástrofe, más conforme a nuestro temperamento y a nuestros gustos. Y dando un paso más, supongamos que ya se ha producido, tratémosla como un hecho consumado. Es muy probable que haya supervivientes, algunos afortunados que habrán tenido la suerte de contemplar su desencadenamiento y extraer la lección. Sin duda su primer deseo será abolir el recuerdo de la antigua humanidad, de todas las obras que la desacreditaron y hundieron. Ensañándose con las ciudades, querrán completar su ruina, borrar sus huellas. A sus ojos, un árbol raquítico tendrá más valor que un museo o un templo. No habrá escuelas; en su lugar, cursos de olvido y desaprendizaje en los que se exaltarán las virtudes de la distracción y las delicias de la amnesia. El asco que inspirará la imagen de cualquier libro, frívolo o grave, se extenderá al conjunto del Saber, del que se hablará con dificultad o espanto, como si se tratara de una obscenidad o de la peste. Meterse en filosofía, elaborar un sistema y creer en él, se considerará un sacrilegio, una provocación y una traición, una complicidad criminal con el pasado. Las herramientas serán execradas y nadie pensará en utilizarlas si no es para barrer los restos del mundo desmoronado. Todo el mundo tratará de ajustar su conducta a la del vegetal en detrimento de los animales, a los que se reprochará que recuerden en ciertos aspectos la figura o las proezas del hombre; por la misma razón, los dioses no serán resucitados y menos aún los ídolos. Tan radical será el rechazo de la historia que se la condenará en bloque, sin piedad ni matices. Sucederá lo mismo con el tiempo, el cual será considerado como un lapsus o un desajuste.
De vuelta del delirio del acto, inmersos en la monotonía, los supervivientes se esforzarán por encontrarse a gusto en ella, con el fin de sustraerse a las tentaciones de lo nuevo. Por las mañanas, recogidos y discretos, murmurarán anatemas contra las generaciones anteriores; no habrá entre ellos sentimientos sospechosos o sórdidos, no existirá el rencor ni el deseo de humillar o de eclipsar a nadie. Aunque todos serán libres e iguales, colocarán por encima de ellos a aquel que no haya conservado, ni en su vida ni en su pensamiento, ninguno de los vicios de la humanidad desaparecida. Y todos le venerarán hasta llegar a ser como él.
Pero acabemos ya con estas divagaciones, pues de nada sirve inventar un "intermedio consolador", fastidioso procedimiento de las escatologías. No porque no tengamos derecho a imaginar esa nueva humanidad transfigurada a su salida de lo horrible; pero, ¿quién nos dice que una vez alcanzado su objetivo no caerá en las miserias de la antigua?, ¿cómo creer que no se cansará de ser feliz o que podrá escapar a la atracción de la caída, a la tentación de desempeñar también ella un papel? El hastío en el paraíso suscitó en nuestro primer antepasado un apetito de abismo del que ha resultado este desfile de siglos cuyo final entrevemos ahora. Ese apetito, verdadera nostalgia del infierno, causaría también estragos en la raza que nos sucediera, haciéndola digna heredera de nuestros vicios. Renunciemos, pues, a las profecías, hipótesis frenéticas, impidamos que nos siga embaucando la imagen de un porvenir lejano e improbable, contentémonos con nuestras certidumbres, con nuestros abismos indudables.
abril 07, 2007
marzo 28, 2007
DE UTOPÍAS ROTAS Y SUEÑOS QUEBRANTADOS... EL ODIO NO SE REGALA, SE GANA...

Es duro recibir ciertas noticias y más cuando uno esperaba otra cosa o estaba a punto de hacer un movimiento. Sucede que hace no muchos días alguien me solicitó un poco de ayuda para cierta labor. Yo como siempre, me entusiasmé y accedí a lo que para mi era una oportunidad invaluable para poder estar al tanto.
Vaya que estuve al tanto. Siempre me tengo que enterar de cosas que de una manera u otra me joden la existencia, maldita sea la existencia mía. La odio.
Las paredes escuchaban al eco decir palabras, la conversación nos privaba de acción. Yo esperaba un poco más de ti, de tus manos, de tus labios. Sin embargo fue ahí, al unísono de la danza de las cerdas distribuyendo el pigmento que me di cuenta de mi tonta y estúpida utopía. No lo podía creer, de tu boca salían las palabras más crueles y desgarradoras que jamás mis oídos han sentido. No sólo me duele tu maldita traición, no, no es sólo eso, es todo lo que eso trae, mi profunda decepción me recuerda lo idiota y estúpido que soy al creer en un sueño, en una utopía. No sólo la traición ha derribado el sueño, ha sido la persona, en verdad lo siento, me has pedido comprensión por tus actos, no lo puedo hacer. En verdad no puedo cerrar los ojos y hacer de cuenta que esto no ha tenido mayor trascendencia. Te odio y me odio por ser tan tremendamente idealista, por soñar con amaneceres y noches bajo la luna, sí, no te conformas con escupirme a la cara, sino que osas extirparme las vísceras y dárselas a las bestias.
Al final me pides que no me aleje con lágrimas en los ojos y me pides que el odio no se engendre en mis entrañas sangrantes y ardientes. Estúpida, cómo puedes esperar eso de mí, no es mi estilo. Juro bajo la lluvia que tan sólo serás una mera utopía y que los corceles de la existencia no me dejaran a tu lado, me llevarán a ciudades de murallas infranqueables, a un lugar seguro donde pueda soñar y crearme una nueva utopía.
marzo 24, 2007
¿OTRO DÍA?

Hoy es un día de esos en que uno se pregunta por qué se vive, para qué y cómo se debe hacer. Desde que abrí los ojos por la mañana me percaté que este día no sería igual a los otros, que éste estaría cargado de esa “fatal melancolía”, hasta estuve a punto de tirarme a dormir toda la maldita tarde. Es más, una prueba de ello es que tomé mi Biblia, un libro de E. M. Cioran; “Ese maldito yo” y me dispuse a entrometerme en su mundo congelado por las letras, a hundirme entre su trascendencia amarga y condenada a sobrevivir a su creador, a la mente atormentada que la pensó. Entre líneas leía:
Cuando se ha salido del círculo de errores y de ilusiones en el interior del cual se desarrollan los actos, tomar posición es casi imposible. Se necesita un mínimo de estupidez para todo, para afirmar e incluso para negar.
Todo lo que me opone al mundo me es consustancial. La experiencia me ha enseñado pocas cosas. Mis decepciones me han precedido siempre.
Para poder vislumbrar lo esencial no debe ejercerse ningún oficio. Hay que permanecer tumbado todo el día, y gemir...
Existe un placer innegable en saber que lo que se hace no posee ninguna base real, que da lo mismo realizar un acto que no realizarlo. Sin embargo, en nuestros gestos cotidianos contemporizamos con
No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan tan meticulosamente como el Tiempo.
Imposible asistir más de un cuarto de hora sin impaciencia a la desesperación de alguien.
La amistad sólo resulta interesante y profunda en la juventud. Es evidente que con la edad lo que más se teme es que nuestros amigos nos sobrevivan.
Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos.
Lo que aún me apega a las cosas es una sed heredada de antepasados que llevaron la curiosidad de existir hasta la ignominia.
Cuánto debían de detestarse los trogloditas en la oscuridad y la pestilencia de las cavernas. Es normal que los pintores que malvivían en ellas no hayan querido inmortalizar el rostro de sus semejantes y hayan preferido el de los animales.
«Habiendo renunciado a la santidad...» ‑¡Pensar que he sido capaz de escribir semejante enormidad! Debo sin embargo tener alguna excusa y espero hallarla aún.”
Después de leer esto como que algo dentro de mí se activó y me dispuse contra mi voluntad, a retirarme a trabajar. El día corrió lento, el sol abrasador y el calor de mierda me recordaba que estaba en plena primavera y que por algún juego macabro del destino me encontraba en las fauces del astro rey y me devoraba con sus más ardientes rayos. Por fin la jornada llegó a su final y pude retirarme a casa, sediento, hambriento, lleno de tierra, sudado y sobre todo molesto por mi infame condición humana. A todo esto ¿qué es lo que puedo hacer para solucionarlo? La respuesta está a una muerte de distancia…
En días como hoy sólo una cosa me podía quitar la nube de encima, sí, pero lo más confuso del asunto es que me siento mal de haber recurrido a una solución tan cruel y tan deliciosa a la vez, atenta contra mi moral temporal, sí aunque suene mamón y un tanto Cartesiano, la moral temporal me ha permitido mantenerme a flote y recomponer la ruta en tan escabroso camino. En alguna ocasión recuerdo haber sostenido una charla con alguien acerca de lo que era mi moral temporal y la manera en la que me está ayudando a enderezar algunas cosas un tanto torcidas. Le comentaba que sólo con una moral totalmente recta se podría volver a la senda, no hablo de moral en la acepción que todos conocemos, sino que hace alusión a la forma en que se ven y toman las cosas para poder decidir la consecuencia de una acción, en pocas palabras, ser más consciente de los actos.
En fin, no creo que deba seguir tirando un rollo acerca de estas cuestiones, que al fin y al cabo a nadie le sirven más que a mí, el individuo detrás de está gran mentira que es la existencia, el que vive embriagado de está pseudos consciencia y que se atormenta cada vez que cae en cuenta de su absurda y lastimosa condición de ser limitado y que lo aleja de toda posibilidad de vivir en toda la extensión de la palabra.
Ahora lo único que e queda es echarme la “cruz” al hombro y experimentar en carne propia la martirizante condición de tener que vivir a la sombra de la muerte y con la angustia y la ansiedad desbordadas por motivos inducidos ¿acaso algún día cederá terreno está aniquilante sensación y me dejará retornar al tornasol tono de la vida dulce? Eso es algo que a diario me pregunto y me frustra el no saber la respuesta…
He buscado la salida en muchas oportunidades y lo único que he conseguido es un amargo sabor de boca tras cada intento será acaso que este sueño que vivo sea uno más o que se trate de una torcida fantasía del titiritero que está en los cielos y se orina encima al no poder contener la risa de ver mi sufrimiento y mi lenta agonía y mi implacable paso hacia mi infranqueable destino. La muerte.
Escupo al cielo y me cae en la cara, odio tener que limpiarme después de tan apenante situación. Vocifero maldiciones en contra de esta vida, de este sentimiento, no me desahogo, sólo no puedo entender el por qué de está tarada agonía ¿por qué no acabar de una vez? No tengo el valor, soy un idiota pusilánime o tal vez peco de cordura y fuerza de voluntad, pero sin ganas de seguir para qué sirven tan entrañables fantasías.
Me odio, me odio por ser tan irremediablemente aprensivo, sinceramente no es mi día y los bochornos son sinónimo de mi lenta agonía.
marzo 23, 2007
guan, tu, tri, tamarindo...

Se supone que debería estar trabajando, sin embargo mi jefe no está, ha salido muy temprano y al parecer no regresará o al menos eso parece. Si no llega me veré forzado a salir a rodar en la bicicleta, ir una vez más a alguna brecha a dejar mis penas con cada gota de sudor que escurra por mi piel; es la forma más eficiente de lavar las penas que conozco…
Habrán notado que tengo un nuevo link hacia un blog llamado “BLINDMIND”; en hora buena mi estimado, de ahora en adelante mis visitantes podrán teñir tus días de fatal melancolía.
En otros temas, el domingo vamos a Manzanillo a jugar contra los “ciclones” de Lozoya, sé de antemano y por experiencia que éste es un partido difícil, duro de ganar, no tanto por la técnica sino por lo “puerco” que juegan, eso sin contar el montón de “cachirules” que suele meter. Procuraré llevar la cámara digital para poder capturar unas buenas fotos.
Al parecer he recuperado un poco el interés por hacer de su conocimiento un poco de mi existencia, la cual se encuentra cada día más atormentada. No se preocupen que ya estoy de vuelta y con la pila un poco más cargada.
Ahora algo para leer:
Al margen de la existencia
Cuando el Cristo descendió a los infiernos, los justos de la antigua ley, Abel, Enoch, Noé, desconfiaron de su enseñanza y no respondieron a su llamada. Creyeron que era un emisario del Tentador, cuyas trampas temían. Sólo Caín y los de su especie se adhirieron a su doctrina o fingieron hacerlo, sólo ellos le siguieron y abandonaron con él los infiernos. ‑Esto es lo que enseñaba Marción.
«La felicidad del malvado», esa vieja objeción contra la idea de un Creador misericordioso o al menos honorable, ¿quién la ha consolidado mejor que aquel heresiarca? ¿Quién además de él ha percibido con semejante agudeza lo que tiene de invencible?
Paleontólogo circunstancial, pasé varios meses dándole vueltas en la cabeza al tema del esqueleto. Resultado: apenas algunas páginas... El tema, es cierto, no incitaba a la prolijidad.
Aplicar el mismo tratamiento a un poeta y a un pensador me parece una falta de gusto. Hay materias que los filósofos no deberían tocar. Desarticular un poema como se desarticula un sistema es un delito, por no decir un sacrilegio.
Cosa curiosa: los poetas exultan cuando no comprenden lo que se dice sobre ellos. La jerga les halaga y les produce la ilusión de un ascenso. Semejante debilidad los rebaja al nivel de sus glosadores.
La nada, para el budismo (a decir verdad para Oriente en general), no implica la significación siniestra que nosotros le damos. Se confunde, por el contrario, con una experiencia extrema de la luz, o, si se prefiere, con un estado de eterna ausencia luminosa, de vacío radiante: es el ser que ha superado todas sus propiedades, o más bien un no‑ser extremadamente positivo que dispensa una dicha sin materia, sin substrato, sin ninguna base en mundo alguno.
Tanto me colma la soledad que la mínima cita me resulta una crucifixión.
La filosofía hindú persigue la liberación; la griega, a excepción de Pirrón, Epicuro y algunos inclasificables, es decepcionante: no busca más que la... verdad.
Se ha comparado el nirvana con un espejo que no reflejaría ya ningún objeto. Es decir, con un espejo puro para siempre, para siempre deshabitado.
El Cristo llamó a Satán «Príncipe de este mundo»; San Pablo, queriendo ir más lejos, daría en el clavo llamándole «dios de este mundo».
Cuando semejantes autoridades designan por su nombre a quien nos gobierna, ¿tenemos nosotros derecho a jugar a los desgraciados?
El hombre es libre, salvo en lo que posee de más profundo. En la superficie, hace lo que quiere; en sus capas más oscuras, «voluntad» es un vocablo carente de sentido.
Para neutralizar a los envidiosos, deberíamos salir a la calle con muletas. Únicamente el espectáculo de nuestra degradación humaniza algo a nuestros amigos y a nuestros enemigos.
Con razón en cada época se cree asistir a la desaparición de los últimos rastros del Paraíso terrestre.
Sobre el Cristo aún. Según un relato gnóstico, ascendió a los cielos por odio del fatum, para impedir, alterando la disposición de las esferas, que pudiera leerse en los astros.
En semejante jaleo, ¿qué ha podido sucederle a mi pobre estrella?
Un obispo africano me ha contado que en su país se compraba un transistor con una cabra.
Este simple hecho basta para sumirnos en un delirio de aniquilamiento.
Kant esperó a la vejez para darse cuenta de los lados sombríos de la existencia y señalar «el fracaso de toda teodicea racional».
...Otros, más afortunados, se dieron cuenta de ello antes incluso de comenzar a filosofar.
Se diría que la materia, celosa de la vida, se dedica a espiarla para encontrar sus puntos flacos y castigarla por sus iniciativas y sus traiciones. Pues la vida no es vida más que por infidelidad a la materia.
Yo soy diferente de todas mis sensaciones. No logro comprender cómo. No logro ni siquiera comprender quién las experimenta. Y por cierto, ¿quién es ese yo del comienzo de mi proposición?
Acabo de hojear una biografía. La idea de que todos los personajes que en ella son evocados sólo existen ya en ese libro me ha parecido tan insostenible que he tenido que acostarme para evitar un desfallecimiento.
¿Con qué derecho me echa usted en cara mis verdades? Se permite usted una libertad que yo rechazo. Todo lo que alega es exacto, lo reconozco. Pero no le he autorizado a ser franco conmigo. ‑(Tras cada explosión de furor, vergüenza acompañada del invariable pavoneo: «Eso es una demostración de carácter», seguido, a su vez, de una vergüenza aún mayor.)
«Soy un cobarde, no puedo soportar el sufrimiento de ser feliz.»
Para calar a alguien, para conocerlo realmente, me basta ver cómo reacciona a estas palabras de Keats. Si no comprende inmediatamente, inútil continuar.
«Me sorprende que un hombre tan extraordinario haya podido morir», escribí a la viuda de un filósofo. Sólo me di cuenta de la estupidez de mi carta tras haberla enviado. Mandarle otra hubiera sido arriesgarme a una segunda sandez. Tratándose de pésames, todo lo que no es cliché raya en la inconveniencia o la aberración.
Siendo el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un síntoma.
Septuagenaria, lady Montague confesaba haber dejado de mirarse en el espejo desde hacía once años.
¿Excentricidad? Quizá, pero únicamente para aquellos que ignoran el calvario del encuentro cotidiano con su propia jeta.
No puedo hablar más que de lo que experimento; ahora bien, en este momento no experimento nada. Todo me parece anulado, todo se halla detenido para mí. Intento no amargarme ni vanagloriarme por ello. «En el transcurso de las numerosas vidas que hemos vivido», se lee en El Tesoro de la verdadera Ley, «¡cuántas veces hemos nacido en vano, muerto en vano!»
El mejor medio de desembarazarse de un enemigo es hablar bien de él por todas partes. Acabará enterándose y dejará de tener la fuerza necesaria para perjudicarnos: le habremos roto su resorte... Seguirá atacándonos, pero ya sin vigor ni consecuencias, pues inconscientemente habrá dejado de odiarnos. Ha sido vencido e ignora al mismo tiempo su derrota.
Cuanto más avance el hombre, menos encontrará a qué convertirse.
Es conocido el ucase de Claudel: «Estoy con todos los Júpiter contra todos los Prometeos».
Por mucho que hayamos perdido toda ilusión sobre la revuelta, semejante enormidad despierta al terrorista que duerme en nosotros.
No guardamos rencor a quienes hemos insultado; estamos, por el contrario, dispuestos a reconocerles todos los méritos imaginables. Desgraciadamente, esta generosidad no se halla nunca en el insultado.
Quienes prescinden totalmente del Pecado original apenas me interesan. Por lo que a mí respecta, recurro a él en toda circunstancia y no veo cómo podría evitar sin él una consternación ininterrumpida.
Kandinsky afirma que el amarillo es el color de la vida.
...Se comprende ahora por qué ese color hace tanto daño a los ojos.
Cuando se debe tomar una decisión capital, nada hay más peligroso que consultar con los demás, dado que, salvo algunos extraviados, nadie desea sinceramente nuestro bien.
Inventar palabras nuevas sería, según Madame de Staël, el «síntoma más seguro de la esterilidad de las ideas». La observación parece más justa hoy que al principio del siglo pasado. Ya en 1649 Vaugelas había decretado: «A nadie le está permitido crear nuevas palabras, ni siquiera al soberano».
Que los filósofos, más aún que los escritores, mediten sobre esta prohibición antes incluso de ponerse a pensar.
Se aprende más en una noche en vela que en un año de sueño. Lo cual equivale a decir que una paliza es mucho más instructiva que una siesta.
Los dolores de oídos que padecía Swift son en parte la causa de su misantropía.
Si las enfermedades de los demás me interesan tanto, es para hallarme inmediatamente puntos comunes con ellos. A veces tengo la impresión de haber compartido todos los suplicios de aquellos a quienes he admirado.
Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿para qué seguir lavándose?
El tedio es una forma de ansiedad, pero de una ansiedad depurada de miedo. Cuando nos aburrimos no tememos, en efecto, nada, salvo el aburrimiento mismo.
Todo aquel que ha soportado una adversidad mira por encima del hombro a quienes no la han padecido. La insoportable infatuación de los operados...
En la exposición «París‑Moscú», sobrecogimiento ante el retrato de Remizov de joven, pintado por Ilya Répine. Cuando le conocí, Remizov tenía ochenta y seis años: vivía en un piso casi vacío que quería para su hija la portera de la casa, la cual hacía todo lo posible para echarlo de él, pretextando que era un foco de infección, un nido de ratas. El escritor que Pasternak consideraba como el mejor estilista ruso había llegado a esos extremos. El contraste entre el anciano ajado, miserable, olvidado por todo el mundo, y la imagen del joven brillante que estaba viendo, me quitó completamente las ganas de visitar el resto de la exposición.
Los antiguos desconfiaban del éxito porque temían la envidia de los dioses, pero también el peligro del desequilibrio interior causado por cualquier éxito como tal. ¡Qué superioridad sobre nosotros demuestra el haber comprendido ese peligro!
Es imposible pasar noches en vela y ejercer un oficio: si en mi juventud mis padres no hubieran fìnanciado mis insomnios, me habría seguramente liquidado.
Sainte‑Beuve escribía en 1849 que la juventud abandonaba el mal romántico para soñar, siguiendo el ejemplo de los seguidores de Saint‑Simon, con el «triunfo ilimitado de la industria».
Ese sueño, plenamente realizado, desacredita todas nuestras empresas y la idea misma de esperanza.
¡Si supieran los hijos que no he querido tener la felicidad que me deben!
Mientras el dentista me machacaba las mandíbulas, yo me decía que el Tiempo era el único tema sobre el que se debería meditar, que El era la causa de que me encontrase sobre aquel sillón fatal y de que todo crujiera, incluido el resto de mis dientes.
Si he desconfiado siempre de Freud, la culpa la tiene mi padre: él contaba sus sueños a mi madre, aguándome así todas las mañanas.
Siendo el gusto por el mal innato, no tenemos ninguna necesidad de fatigarnos para adquirirlo. ¡Con qué habilidad el niño ejerce de entrada sus malos instintos, con qué competencia, con qué furia!
Una pedagogía digna de ese nombre debería prever cursillos de camisa de fuerza. Habría quizá que extender, más allá de la infancia, esta medida a todas las edades, por el bien de la comunidad.
Pobre del escritor que no cultive su megalomanía, que la vea menguar sin reaccionar. Pronto se dará cuenta de que uno no se vuelve normal impunemente.
Victima yo de una angustia que no sabía cómo quitarme de encima, llaman a la puerta. Abro. Era una señora de cierta edad a la que no esperaba en absoluto. Durante tres horas me martirizó con tales necedades que mi angustia se transformó en cólera. Estaba salvado.
La tiranía destruye o fortalece al individuo; la libertad lo debilita y lo convierte en un fantoche. El hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso.
Dos amigas, actrices en un país del Este. Una de ellas se instala en Occidente, donde se hace rica y célebre; la otra permanece en su país, desconocida y pobre. Medio siglo después, esta última viene a ver a su afortunada compañera. «Era mucho más grande que yo, me sacaba la cabeza, y ahora está encogida y paralizada.» Tras contarme otros detalles, me dice a guisa de conclusión: «Yo no tengo miedo de la muerte, yo tengo miedo de la muerte en la vida».
Nada mejor para disimular una revancha tardía que el recurso a la reflexión filosófica.
Fragmentos, pensamientos fugitivos, decís. ¿Se les puede llamar fugitivos cuando se trata de obsesiones, es decir, de pensamientos cuya característica principal es justamente no huir?
Acababa de escribir una carta muy moderada, muy como es debido a alguien que no lo merecía en absoluto. Antes de enviarla, añadí algunas alusiones impregnadas de una vaga amargura. En el mismo momento en que echaba la carta, sentí que la rabia me invadía y con ella un desprecio por mi arrebato noble, por mi deplorable acceso de distinción.
Cementerio de Picpus. Un joven y una señora ajada. El guardián les explica que el cementerio está reservado a los descendientes de los guillotinados. La señora interviene:
‑¡Nosotros lo somos!
¡De qué manera lo dijo! Después de todo, es posible que fuese cierto. Pero su tono provocativo me inclinó inmediatamente del lado del verdugo.
Abriendo en una librería los Sermones de Meister Eckhart, leo que el sufrimiento es intolerable para quien sufre por sí mismo, pero que es ligero para quien sufre por Dios, porque en ese caso es Dios quien lleva la carga, aunque ella contenga el sufrimiento de todos los hombres.
Si he caído sobre ese pasaje, no ha sido por casualidad, dado lo bien que se aplica a quien nunca podrá descargar sobre nadie todo lo que pesa sobre él.
Según
Lo ideal sería poder repetirse como... Bach.
Aridez grandiosa, sobrenatural: es como si comenzase para mí una segunda existencia sobre otro planeta en el que la palabra fuese desconocida, en un universo reacio al lenguaje e incapaz de crearse uno.
No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más.
Tras haber leído en un libro de inspiración psicoanalítica que Aristóteles, de joven, había envidiado seguramente a Filipo, padre de Alejandro Magno, su futuro alumno, resulta imposible no pensar que un sistema que pretende ser una terapéutica, y en el que se hacen semejantes conjeturas, no puede sino ser sospechoso, pues inventa secretos por el placer de inventar explicaciones y curaciones.
Hay algo de charlatán en todo aquel que triunfa, sea en la materia que sea.
Una visita a un hospital y, cinco minutos después, se hace uno budista si no lo es ya, o vuelve a serlo si había dejado de serlo.
Parménides. No veo por ningún lado el ser que exalta y me imagino mal en su esfera que no posee ninguna fractura, ningún lugar para mí.
En el tren, enfrente de mí, una mujer de una fealdad indecente roncaba con la boca abierta: una agonizante inmunda. ¿Qué hacer? ¿Cómo soportar semejante espectáculo? ‑Stalin vino en mi auxilio. En su juventud, mientras pasaba entre dos filas de esbirros que le azotaban, se absorbió totalmente en la lectura de un libro, de manera que su atención se desvió de los golpes con los que se le gratificaba. Valiéndome de ese ejemplo; me sumergí yo también en un libro, deteniéndome en cada página con una extremada aplicación, hasta el momento en que el monstruo dejó de agonizar.
Decía el otro día a un amigo que, a pesar de no creer ya en la escritura, no quería sin embargo renunciar a ella, que trabajar es una ilusión defendible y que tras haber emborronado una página o simplemente escrito una frase me entran siempre ganas de silbar.
Las religiones, al igual que las ideologías, que han heredado sus vicios, no son en el fondo más que cruzadas contra el humor.
Todos los filósofos que he conocido eran, sin excepción, impulsivos.
La tara de Occidente ha afectado incluso a quienes deberían haberse hallado exentos de ella.
Ser como Dios y no como los dioses: ése es el objetivo de los verdaderos místicos, los cuales no son lo suficientemente modestos como para rebajarse al politeísmo.
Se me invita a un coloquio en el extranjero, porque necesitan, al parecer, mis vacilaciones.
El escéptico de servicio de un mundo agonizante.
Abuso de la palabra Dios, la utilizo con frecuencia, con demasiada frecuencia. Lo hago cada vez que alcanzo un extremo y necesito un vocablo para nombrar lo que hay después. Prefiero Dios a lo Inconcebible.
En un libro ascético se asegura que la incapacidad de tomar partido es un signo de que no se está «iluminado por la luz divina».
Dicho con otras palabras, la irresolución, esa objetividad total, sería un camino de perdición.
Descubro indefectiblemente un comienzo de desbaratamiento en todos aquellos a quienes les interesan las mismas cosas que a mí...
He leído un libro sobre la vejez únicamente porque la foto del autor me incitaba a ello. Esa mezcla de rictus y de imploración, y esa expresión de estupor convulsivo, ¡qué reclamo, qué garantía!
«Este mundo no ha sido creado según el deseo de
A recordar siempre que no se disponga de un argumento mejor para neutralizar un desencanto.
Tras tantos años, tras toda una vida, volví a verla. «¿Por qué lloras?», le pregunté de entrada. «No lloro», me respondió. Y en efecto no lloraba, me sonreía, pero habiendo la edad deformado sus rasgos la alegría no podía ya acceder a su rostro, en el que se hubiera podido leer: «Quien no muera joven, se arrepentirá tarde o temprano».
No deberíamos molestar a nuestros amigos más que para nuestro entierro. Y aún así...
Quien vive demasiado malogra su... biografía. En resumidas cuentas, sólo pueden considerarse plenamente realizados los destinos rotos.
El hastío, ese achaque con reputación de frívolo, que nos hace vislumbrar, sin embargo, el abismo del que emana la necesidad de rezar.
«Dios no ha creado nada que odie más que este mundo y tanto lo odia que desde el día en que lo creó no ha vuelto a mirarlo.»
No sé quién fue el místico musulmán que escribió esto, ignoraré siempre el nombre de ese amigo.
Innegable ventaja de los agonizantes: poder proferir trivialidades sin comprometerse.
Retirado en el campo tras la muerte de su hija Tulia, Cicerón, invadido por la tristeza, se escribía a sí mismo cartas de consuelo. Lástima que se hayan perdido y, más aún, que esa terapéutica no se haya convertido en algo corriente. Cierto es que si hubiera sido adoptada, las religiones habrían fracasado desde hace tiempo.
El patrimonio que más nos pertenece: las horas en que no hemos hecho nada... Son ellas las que nos forman, las que nos individualizan, las que nos vuelven desemejantes.
Un psicoanalista danés que padecía jaquecas tenaces y había sido tratado sin resultado por un colega, fue a ver a Freud, quien le curó en algunos meses. Es este último quien lo afirma y no nos cuesta creerle. Un discípulo, por muy mal que esté, es imposible que no se encuentre mejor en contacto cotidiano con su Maestro. Qué maravillosa cura ver a quien más se estima en el mundo interesándose durante tanto tiempo por nuestras miserias. Pocas enfermedades se negarían a desaparecer ante semejante solicitud. Recordemos que el Maestro tenía en este caso todas las características de un fundador de secta disfrazado de hombre de ciencia. Si obtuvo Curaciones fue menos a causa de su método que de su fe.
«La vejez es la cosa más inesperada de todas las que le suceden al hombre», escribe Trotsky unos años antes de morir. Si de joven hubiera tenido la intuición exacta, visceral, de esa verdad, ¡qué lamentable revolucionario hubiera sido!
Las hazañas sólo son posibles en las épocas en que la auto‑ironía no ha hecho aún estragos.
Su destino fue realizarse a medias. Todo estaba truncado en él: su manera de ser tanto como su manera de pensar. Un hombre de fragmentos, fragmento él mismo.
Al abolir el tiempo, el sueño suprime la muerte. Los difuntos se aprovechan de ello para importunarnos. La noche pasada fue mi padre. Era como lo conocí y sin embargo tuve un momento de duda. ¿Y si no fuera el? Nos besamos a la rumana, pero, como siempre con él, sin efusiones, sin calor, sin las demostraciones típicas de un pueblo expansivo. Si supe que era él fue precisamente a causa de ese beso sobrio, glacial. Me desperté diciéndome que sólo se resucita como un intruso, como un aguasueños, que esa inmortalidad inoportuna es la única que existe.
La puntualidad es una variedad de la «locura del escrúpulo». Por llegar a la hora, yo sería capaz de cometer un crimen.
Cada vez que el futuro me parece concebible, tengo la impresión de haber sido visitado por
Por encima de los presocráticos, estamos a veces tentados de colocar a esos heresiarcas cuyas obras fueron mutiladas o destruidas, y de las que no quedan más que algunos fragmentos de frase irresistiblemente misteriosos.
¿Por qué tras haber hecho una buena acción se tienen ganas de seguir una bandera, cualquier bandera?
Nuestros arrebatos de generosidad implican un peligro: nos hacen perder la cabeza. A no ser que se sea generoso por haber justamente perdido la cabeza, siendo como es la generosidad una forma patente de embriaguez.
¡Si fuese posible identificar el defecto de fabricación cuyas huellas tan evidentes son en este universo!
Sigo aún extrañándome de ver hasta qué punto los sentimientos viles son sentimientos vivos, normales, inatacables. Cuando los experimentamos nos sentimos revigorizados, reintegrados en la comunidad, al mismo nivel que nuestros semejantes.
El hombre olvida con tanta facilidad que es un ser maldito porque lo es desde siempre.
La crítica es un contrasentido: no hay que leer para comprender a los demás, sino para comprenderse a sí mismo.
Quien se ve tal como es se eleva por encima de quien resucita a los muertos. Estas palabras han sido pronunciadas por un santo. No conocerse a sí mismo es la ley de todos, y no se la infringe sin riesgo. La verdad es que nadie tiene el valor de infringirla, y eso explica la exageración del santo.
Es más fácil imitar a Júpiter que a Lao‑Zi.
Estar al corriente de todo es la prueba de que se posee un espíritu fluctuante que no busca nada personal, un espíritu impropio para la obsesión, ese impasse sin fin.
Un eminente eclesiástico se burlaba del pecado original. «Ese pecado es su medio de sustento», le dije, «sin él moriría usted de hambre, pues su ministerio no tendría ningún sentido. Si el hombre no está destituido desde su origen, ¿por qué vino el Cristo? ¿Para redimir a quién y qué?» A mis objeciones, no tuvo más respuesta que una sonrisa condescendiente.
Una religión está acabada cuando sólo sus adversarios intentan preservar su integridad.
Los alemanes no se dan cuenta de que es ridículo considerar de la misma manera a un Pascal y a un Heidegger. La diferencia es inmensa entre un Schicksal y un Beruf, entre un destino y una profesión.
Un silencio abrupto en medio de una conversación nos hace volver de repente a lo esencial: nos revela el precio que debemos pagar por la invención de la palabra.
¡No tener ya nada en común con los hombres salvo el hecho de ser hombre!
Muy bajo tiene que caer una sensación para que se digne a transformarse en idea.
Creer en Dios nos dispensa de creer en cualquier otra cosa ‑lo cual supone una ventaja inestimable. Siempre he envidiado a quienes creían en él, aunque creerse Dios me parezca más fácil que creer en Dios.
Una palabra disecada ya no significa nada, ya no es nada. Como un cuerpo, que tras la autopsia es menos que un cadáver.
Todo deseo suscita en mí un contra‑deseo, de manera que, haga lo que haga, sólo cuenta para mí lo que no he hecho.
Sarvam anityam: todo es transitorio (Buda).
Fórmula que deberíamos repetirnos durante todo el día, a pesar del riesgo admirable de palmarla a causa de ella.
No sé qué sed diabólica me impide romper mi pacto con mi aliento.
Perder el sueño y cambiar de lengua: dos desventuras. La primera independiente de uno mismo, la otra deliberada. Solo, cara a cara con las noches y con las palabras.
Quien goza de buena salud no es real. Lo posee todo salvo el ser ‑que únicamente otorga una salud improbable.
De todos los clásicos, es quizás Epicuro quien mejor ha sabido despreciar a la muchedumbre. Otro motivo más para celebrarlo. ¡Qué idea la mía de haber admirado tanto a un payaso como Diógenes! Lo que yo debería haber frecuentado es el Jardín del sabio y no el ágora ni menos aún el tonel...
(Sin embargo, el mismo Epicuro me ha decepcionado más de una vez. ¿No trata de idiota a Theognis de Megara por haber afirmado que más valía no haber nacido o, una vez nacido, atravesar cuanto antes las puertas del Hades?)
«Si se me pidiera que clasificara las miserias humanas», escribe el joven Tocqueville, «lo haría por este orden: la enfermedad, la muerte, la duda.»
La duda como calamidad: semejante opinión yo nunca hubiera podido sostenerla, pero la comprendo como si la hubiera concebido ‑en otra vida.
«El final de
En cuanto salgo a la calle, pienso: «¡Qué perfección en la parodia del Infierno!».
«Son los dioses quienes tienen que venir a mí y no yo quien tiene que ir a ellos», respondió Plótino a su discípulo Amelius, que quería llevarle a una ceremonia religiosa.
¿En quién, dentro del mundo cristiano, encontraríamos un orgullo de semejante calidad?
Había que dejarle hablar de todo e intentar aislar las palabras fulgurantes que se le escapaban. Era una erupción verbal sin sentido, acompañada de gesticulaciones de santo histriónico y chiflado. Para ponerse a su nivel había que divagar como él, proferir sentencias sublimes e incoherentes. Un diálogo póstumo, entre espectros apasionados.
En la iglesia de Saint‑Séverin, escuchando al órgano El Arte de
E.M. Cioran -Ese maldito yo- fragmento.